Invoquemos a María, Virgen y Madre de Dios y de los hombres

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« Mauricio Zúndel en el Retiro del Vaticano, el 24/02/1972. Publicado en ¿Qué hombre y qué Dios? (*)

Invoquemos a María, Virgen y Madre de Dios y de los hombres para que, en su amor virginal, haga nacer en nosotros a su Hijo Jesús.


Beatísimo Padre y Padres míos en el Señor,

Qué Esquilo, qué Shakespeare podrá nunca poner en escena el inmenso drama de amor con que comienza el Evangelio de san Mateo? Nada más puro, más transparente, más discreto, más profundo, más humano ni más conmovedor que esas pocas líneas en que el evangelista presenta a José y María en el momento en que José descubre la maternidad de María.

José se encuentra ante una evidencia que no entiende, pero por respeto no puede hablar. Está tan seguro de la inocencia de María que solo puede imaginar que algún otro es culpable y no queriendo ofender a la que ama con un amor único, no queriendo infligirle la más mínima herida, decide abandonarla en secreto para evitarle toda difamación. Por su parte, ella, iniciada por Dios en el misterio que lleva en su cuerpo, no puede traicionar el secreto divino, sobre el cual velará seguramente Dios mismo puesto que Él es el que lo ha provocado.

Y ese es justamente el inmenso drama, único e incomparable, de esos dos seres que se aman con el amor más puro, más virginal y profundo y que se ven confrontados uno a otro en un silencio que ninguno de los dos puede romper.

José va pues a separarse — al menos esa es su solución — del ser que más ama en el mundo, y María, que necesita más que nunca su protección, sólo espera de Dios el desenlace de la situación. Y el desenlace será precisamente la voz del ángel en el sueño de José, la voz del ángel que le pide tomar “a María, tu esposa”. ¡Oh, qué belleza! “Tu esposa, porque lo que ha nacido en ella es obra del Espíritu Santo.” Todo eso en unas pocas líneas, todo ese drama en unas líneas transparentes, virginales, como el misterio evocado y con tanto más profundidad por cuanto que la comprensión de Mateo es lateral. El drama de José, que certifica la virginidad de María, nos hace entrar en su secreto.

Esta concepción virginal, que certifica precisamente que Jesús es el segundo Adán, el nuevo Adán, el comienzo de un universo nuevo, que no está incluido en la serie de las generaciones sino que al contrario, él es el que las sostiene y les confiere unidad, haciéndolas todas contemporáneas en su Amor, esta concepción virginal nos remite a la Inmaculada Concepción la cual es como el aspecto interior de la concepción virginal.

En efecto la concepción virginal no es un acontecimiento biológico. No se trata de una partenogénesis en el sentido de la biología de hoy. Se ha podido fecundar conejas sin concurso de un macho: es un acontecimiento biológico que podrá extenderse mucho más arriba en la escala de la vida animal.

La concepción virginal de María es algo muy diferente. Se funda precisamente en su Inmaculada Concepción, en la consagración de su ser, consagrado a Jesús desde el primer instante de su existencia. Esa es la maravilla de la Inmaculada Concepción. Es la alborada de la Redención que viene a nuestro encuentro en la persona de María: “Sublimiori modo redemptam”, redimida de manera más sublime que toda criatura redimida de la deuda contractada por toda la posteridad de Adán, de la deuda del pecado original de la cual ella hace excepción por la sobreabundancia de la gracia que se le confiere, naciendo de su hijo antes que él nazca de ella, según las palabras admirables de Dante en el último canto de la Divina Comedia: “Vergine Madre, figlia del tuo figlio.” ¡Qué hermoso! “Virgen Madre, hija de tu hijo”.

Imposible conocer este misterio sin ponerse jubiloso, reconocer la alborada de la Redención, ver precisamente la gracia de Cristo sobreabundar en el alma y en el ser de su madre y ver a María, ya desde el primer instante, consagrada totalmente a Jesús y ya madre suya, ya que su maternidad es maternidad del espíritu, maternidad de la persona, y está desde ya totalmente ordenada a él, totalmente llena de él, ella lo concibe en su mente, lo vive en su contemplación, antes de que su carne virginal sea la cuna de la Encarnación.

María es toda de Jesús y su maternidad es totalmente desapropiada de ella misma, pues precisamente, la Inmaculada Concepción, al darle la plenitud de la gracia, la libera radicalmente de ella misma. La libertad, la liberación, es el leitmotiv de nuestra fe. María es la mujer pobre de sí misma, tan desapropiada de sí misma, totalmente orientada hacia Jesús, a tal punto que cuando invocamos a María ella solo puede responder: “Jesús, Jesús…” para hacerlo nacer en nosotros, ya que eternamente ella es la madre de Jesús pues su maternidad no es biológica, por no estar limitada al espacio y al tiempo, pues su maternidad concierne al segundo Adán.

Esa maternidad que hace de ella la segunda Eva, esa maternidad no tiene límites. Eternamente, María debe engendrar a Jesús en nosotros, a través de su vida en nosotros, volver a llevarnos en él en el resplandor de su virginidad.

Al origen del nuevo mundo, al origen de la nueva creación, hay un hombre y una mujer, Jesús y María, una pareja, pero virginal: “Christus virgo, María virgo”, una pareja virginal que va a colaborar en sus relaciones que dante acaba de expresar de manera tan perfecta: “Vergine Madre, figlia del tuo figlio”. Hay pues una mujer: la mujer está asociada al misterio y ella tiene una parte eminente e indispensable. En ella se revela el rostro auténtico de la mujer que no es simplemente la procreadora que da al hombre una posteridad, sino una persona, un valor, una fuente de luz y que debe ser cuna de santidad. Es una armonía maravillosa y, en efecto, no sabríamos dónde encontrar la mujer si María no nos la hubiera revelado.

Para nosotros, hombres, es una insigne gracia encontrar a la Virgen que nos virginiza: “Virgo virginans”, es una de mis invocaciones constantes, Virgo virginans, la Virgen que nos virginiza. Tuve la gracia de encontrarme con ella en mi adolescencia, y ese encuentro fue una liberación tal, una exigencia de liberación tal que transformó toda mi vida. María, como camino maternal hacia el Señor, María que se conecta de manera tan privilegiada con nuestra sensibilidad para calmarla, para iluminarla, para profundizarla, para interiorizarla. Sin ella, no valgo nada, nada, nada y cuando llego a la misa, en el momento de la consagración, la invoco de todo corazón para que esté ahí, para que llene las palabras con su luz, con su presencia y su amor esas palabras, pues ella puede decir: “Esto es mi cuerpo, Esto es mi sangre”, ella puede darles su plena verdad. Entonces me refugio en su luz y le pido que las diga conmigo para que sean verdad. No hacer nada sin ella…, sí…, eso es precisamente, porque ella está ordenada a engendrar a Cristo en nosotros, porque su maternidad no tiene fronteras, porque ella es universal, porque ella abraza a todos los hombres y todo el universo.

Qué inmenso empobrecimiento sería si el cristianismo no nos hubiera dado el rostro de la Virgen que renueva la luz de nuestros ojos, que purifica la mirada y nos da el poder de contemplar toda la humanidad con respeto y admiración y también poder alimentar una confianza ilimitada en Dios.

Porque María, a más de todas las gracias de que es fuente en el orden de nuestra sensibilidad, en el orden de nuestra conversión, en la invitación a la virginidad que no cesa de ser dentro de nosotros, María es también el más hermoso sacramento de la maternidad de Dios. Pues finalmente fue Dios el que creó el corazón de todas las madres y ante todo el de ella con un rayo puro del Suyo y, si Dios pudo poner en el corazón de todas las madres toda esa posibilidad de entrega y de olvido de sí mismas, es porque él es madre, infinitamente, como lo dice además en el profeta Isaías: “Aunque una madre olvidara a su hijo y no se acordara del fruto de sus entrañas, yo, dice el Señor, jamás me olvidaré de vosotros.” (Is. 49:15)

En la presencia de María tenemos pues la garantía, la revelación de la maternidad de Dios y cuando la llamamos madre nuestra, “Nostra Mater” o cuando simplemente decimos “Mamá” en la oración más corta que podamos hacer, esta palabra sube a través de su corazón hacia el corazón de Dios, que es infinitamente más madre que todas las madres y, en la miseria humana, en la desesperanza humana, bastaría que esta oración brotara del corazón de mi mamá para que todo se realice, que todo sea dicho, que la esperanza vuelva a florecer en el contacto con el corazón infinitamente maternal de Dios.

Dios nos hizo el don maravilloso de la Virgen, nuestra madre, y solo podemos seguir sus huellas, invocándola cada vez que nos sentimos bajo nuestra fragilidad, e invocándola con mayor insistencia para que despierte en nosotros todas las luces, que nos acerque más al corazón del Señor, venciendo las resistencias del nuestro.

Imposible separarse de Jesús si estamos sólidamente sostenidos por la mano de la Virgen, o más bien, si nos ponemos en sus manos con total confianza. Es lo que deseamos hacer, muy sencillamente dándole gracias al Señor que nos reveló su maternidad por medio de la maternidad de María, resumiendo todas nuestras oraciones en el grito del niño que llama a su madre: “Mamá”, y pidiéndole a la Santísima Virgen que nos acompañe hasta la hora de la muerte, transformando siempre para nosotros el mundo que conserva los rastros de su pasaje, transfigurándolo con su luz y virginizándonos con su virginidad.


(*) Libro « Quel homme et quel Dieu ? Retraite au Vatican » – « ¿Qué hombre y qué Dios? Retiro del Vaticano »

Ed. Saint-Augustin, Saint-Maurice (Suiza). Colección « espiritualidad”.
Prefacio del R.P. Carré.
Abril 2008. 359 páginas.
ISBN&nbs;: 978-2-88011-444-2