29-30/11/2014 – Aceptar ser origen

 

Homilía de Mauricio Zúndel en el convento de los carmelitas de Bruselas. Publicada en la revista “Foi Vivante”, de los Carmelitas, Bruselas, 1962 y en el libro Le Silence de Dieu, Anne Sigier.

La psicología profunda nos ha hecho atentos a los traumatismos, las heridas mentales y morales de ciertos que han sido rechazados por sus padres. Ya es clásico el caso de las perturbaciones mentales o al menos de las neurosis, provenientes precisamente de que el niño ha sido rechazado, de haber nacido a pesar de la voluntad de sus padres y particularmente de la madre. Y se puede decir que la mayor parte de los niños, la inmensa mayoría de ellos nacen así, sin haber sido deseados y son hijos más bien de la especie que de los padres.

Y el sufrimiento de los neuróticos por esos traumas, por esas heridas originales debidas a los padres, es precisamente no haber sido de verdad origen de su vida. Más que darse ellos mismos a la vida, dejaron actuar la carne y la sangre, y esa vida nació en la ceguera de instinto. ¡Cuántos niños en el mundo podrían hacer a sus padres el reproche de haberse negado a ser origen!

Esa herida constituida por rehusar ser origen se refiere de inmediato al pecado original que puede ser concebido como directamente relacionado con el futuro de la especie humana. De cierto modo, el hombre debió rehusar ser origen, comprometerse con toda su generosidad en un acto verdaderamente creador. Pues justamente, todo el porvenir de la humanidad y todo el porvenir del mundo y quizás inclusive su pasado, reposaba sobre el consentimiento, sobre el don original que debía promover la creación entera al plano de la libertad.

En efecto, eso es lo que debemos retener de toda la tradición bíblica sobre el pecado original: una vocación inmensa, infinita e ilimitada y la falta misma no como usurpación del hombre que trata de hacerse Dios, es decir una especie de ambición desmedida, sino al contrario, como falta de ambición, avaricia replegada sobre sí misma, una limitación impuesta a Dios y a su don. Y lo que más llama la atención en el relato bíblico, es precisamente la duda sobre la bondad de Dios, el hecho de transformar a Dios en Dios propietario y celoso que prohíbe a sus criaturas el uso de dones le les ha hecho.

El negarse a ser origen, en el fondo se repercute en todo acto verdaderamente libre. Porque un acto plenamente libre, un acto que se compromete y constituye la persona es siempre en cierto modo un acto original, un acto que supera infinitamente las circunstancias en que se realiza, como el trabajo de la esposa que lo es de verdad, que no se limita a los quehaceres de la casa, sino que la hace disponible en todo lo que hace, totalmente disponible, y hace de todas sus acciones un nuevo acto de amor, un nuevo compromiso de su persona.

Un acto humano es siempre más grande que sus circunstancias; cuando va hasta el final de sí mismo, es siempre infinito en las disponibilidades que evoca y confirma.

Y todas esas experiencias, todas esas tomas de conciencia del rechazo de ser origen que constituye propiamente la falta, la falta original y toda otra, nos hacen tomar conciencia también que la historia del mundo es una historia en dúo. Es una historia de amor, una historia que Dios no puede realizar solo, porque Dios es espíritu, es intimidad y amor. No comunica más que con el espíritu, con el amor.

Por eso la clave del universo, la clave del acto creador es el pensamiento, el corazón, el amor de la criatura inteligente y libre. Así se comunica el impulso creador y, si la criatura inteligente y libre falta, si ella se ausenta, si se niega, la creación entera se descompone, fracasa, se vuelve des-creación. Es lo que san Pablo nos da a entender en el texto magnífico de la epístola a los romanos en que nos presenta toda la creación gimiendo hasta ahora en dolores de parto. La creación está gimiendo, está desgarrada porque no está realizada. Está esperando, esperando la revelación de los hijos de Dios, esperando que el hombre se levante, que el hombre consienta y se haga él mismo creador.

Eso es lo que se debe entender en la tradición bíblica del pecado original. La historia del mundo es una historia en dúo. Es una historia de amor, enraizada no solo en el corazón de Dios sino también en el nuestro, pues si en cierto modo somos físicamente solidarios del universo en que estamos, del cual nos alimentamos y en el cual respiramos, también el universo está enraizado en nosotros, en nuestro pensamiento y nuestro amor, y espiritualmente no puede realizarse sin nuestro consentimiento.

Historia en dúo e historia de amor, y por eso, el relato de la falta original nos hace escuchar el grito de la inocencia de Dios. Dios no tiene parte en el mal, en el sufrimiento, en la muerte ni en las catástrofes cósmicas, porque él está siempre presente, siempre dado, siempre amor, siempre ofrecido sin jamás imponerse. No puede hacer más que ser amor, presente siempre, pero necesariamente desarmado ante nuestros rechazos del amor, ante los rechazos de criaturas como nosotros quizá de otros planetas las cuales, como nosotros, concurren a la creación de nuestro universo. Por eso la pasión de Jesús tiene una grandeza y un signicficado cósmicos. No implica solamente la humanidad sino todo el universo, siendo la retoma y la recapitulación de toda la historia.

Pero aunque tenga sentido ilimitado, infinito y cósmico, no es solo retrospectiva, no mir solo hacia atrás, sino aún más hacia adelante. En efecto, no se trata de que nosotros, viviendo la pasión de Jesucristo nos sumerjamos simplemente en nuestro pasado, en el pasado del universo, sino de que tomemos conciencia de nuestra vocación y la realicemos. Se trata de que comencemos a ser, que aceptemos ser comienzo, fuente y origen, como nos lo dice con magnífica sobriedad la oración del ofertorio: “¡Oh Dios que creaste al hombre en dignidad admirable y lo has reformado aún más maravillosamente!

Esa reformación magnífica, sobreabundante y por ende prospectiva es mirada hacia adelante: nos invita a entrar hoy en nuestra vocación de creador, a tomar conciencia de la inmensidad de nuestra vida, del poder de la libertad, de la catolicidad, la universalidad del acto humano que brilla con luz tan conmovedora en la vida tan breve y tan rica de Santa Teresa del Niño Jesús. Esa joven comprendió la inmensidad de la vocación humana, que no se trataba de santificarse ella, de alcanzar la cumbre y lograr su propia felicidad. Lo que ella quiere, y lo dice cuando siente que sus mortificaciones corporales no son la esencia de su vocación, lo que quiere y siente estar llamada a ser, es el corazón de la Iglesia: “¡Pues yo seré el corazón de la Iglesia!” Su visión cubre pues inmediatamente el mundo entero, ella tiene por misión llevar el mundo entero y sabemos que en efecto lo llevó y que su oración de enclaustrada silenciosa, su actividad insignificante atravesó todos los muros, todas las fronteras, hizo florecer la gracia en millones de almas, justamente porque aceptó, sin utilizar estas palabras pero entrando plenamente en su realidad, ser de verdad origen, comienzo y creadora.

Y esa es nuestra vocación. No estamos ante Cristo para conmemorar una historia del pasado y conmovernos ante un suplicio inexplicable. Estamos ante él para encontrar el sentido mismo del gesto creador, para terminarlo, para darle toda su plenitud, para liberar el mundo de sus desórdenes y el universo de sus gemidos, para que el mundo sea digno de Dios y de nosotros.

El Evangelio se coloca siempre al lado de la grandeza. No es una especie de consuelo dado a la humanidad débil y quejumbrosa. El Evangelio nos invita a una acción formidable, inmensa, discreta y al mismo tiempo silenciosa, pues justamente nosotros somos la acción, estando totalmente comprometidos en el amor nupcial en que Dios nos invita solicitando eternamente nuestro sí que debe cerrar el anillo de oro de las bodas eternas.

Escuchemos pues el llamado que resuena en lo más hondo de la historia y en lo más profundo de nuestros corazones, el llamado a la grandeza que conmemoraba san León en Navidad: “¡Recuerda, toma conciencia oh cristiano de tu dignidad y ahora que participas de la naturaleza divina, no vuelvas con tu conducta degenerada a las bajezas de antes! ¡Recuera de qué cuerpo eres miembro y quién es tu cabeza!

¡Sí, eso es, todo vuelve a comenzar! No vamos a vivir en el pasado sino en el presente, en el presente eterno, el eterno regalo de Dios, tratando de consentir de todo corazón con Teresa del Niño Jesús, a fin de entrar también nosotros en la catolicidad del amor para ser el corazón de la Iglesia. Recordando las grandes palabras de Bergson, que jamás han sido más grandes que bajo la luz de la liturgia que nos presenta la pasión de Jesucristo como una respiración: “El mundo es una máquina que fabrica dioses; Dios creó creadores.