23-07 al 02/08/2015 – Problemas de nuestra época

Conferencia
de Mauricio Zúndel en la abadía de Hauterive, cerca de Friburgo, Suiza, en 1971. Inédita.

Reverendísimo Padre, Reverendos Padres, Hermanos,

Hace algunos años, el Santo Padre me hizo enviar una carta por el Secretario de Estado sugiriéndome que escribiera un libro sobre los problemas de nuestra época. Habría sido una empresa colosal que me habría sido casi imposible realizar. Escribí un librito que será publicado dentro de poco, intitulado Yo es Otro (Desclée de Brouwer, 1971) en el cual, a partir de unas conferencias dadas en Beirut, trato sobre lo que pudieron sugerirme los problemas de nuestro tiempo.

Hauterive

1a parte: el hombre, lo que es y lo que puede ser

Nuestra época perdió la fe en el hombre

Vamos a tratar de entrar en el campo inmenso de los problemas de la época y queremos centrar inmediatamente la atención en el hombre. Porque hay un fenómeno que ustedes conocen, pero que es digno de notar y es que nuestra época ha perdido la fe en el hombre.

Hace unos 30 años, cuando un periodista que hacía una encuesta sobre Dios había entrevistado a un físico de renombre, un físico francés, y le había preguntado; “¿Cree Ud. en Dios?”, el físico le respondió con cierta altura: “¿Y Ud. Señor, cree Ud. En el hombre? Es evidente que en la mente del físico la creencia en el hombre era un sucedáneo laico de la creencia en Dios que él no tenía. Pero él creía en el hombre. Es decir que atribuía al hombre cierta trascendencia que podía jugar el papel de fe. Había en su vida un elemento metafísico que era precisamente su creencia en el hombre.

Ahora bien, uno de los fenómenos más notables de nuestra época es precisamente la pérdida de la fe en el hombre. Si vemos por ejemplo autores como Jacques Monod, Michel Foucault, Claude Levi-Strauss, observamos en sus escritos testimonios irrecusables de la no creencia en el hombre, de esta especie de anantropismo, es decir de negación del hombre que radicaliza la negación de Dios, repudiando toda especie de fe, ya sea humana o divina.

Una evolución calificada de azar y de necesidad en que el hombre no significa nada

Pueden darse cuenta de ello en un libro del que se habló mucho, el libro de Jacques Monod, Profesor de biología molecular en el Colegio de Francia. En ese libro, intitulado, si no me equivoco El Azar y la Necesidad (Ed. du Seuil, 1971), este sabio importante, en colaboración con dos de sus colegas del Instituto Pasteur, A. Lwoff y F. Jacob, obtuvo el premio Nobel de medicina en 1965, en ese libro, Jacques Monod presenta la historia del mundo como una historia fundada únicamente sobre el azar.

Dice además paradójicamente que la grandeza de la vida es la conservación. En efecto, inscrita en los elementos ínfimos de la vida, en los genes, que son los elementos reproductores, en esos elementos infinitesimales, está inscrita una especie de código en cuatro letras, una especie de prescripción que llaman ahora una información, que preside a la evolución, al desarrollo de la vida. Y el desarrollo es absolutamente estereotipado: en cada especie, los individuos se reproducen tales cuales.

Pero hay ciertos accidentes debidos al azar y estos son responsables, son la fuente de una evolución. De la bacteria al hombre, toda la distancia inmensa fue franqueada gracias a los azares sucesivos, cada uno de los cuales se solidificó, se inscribió en los genes, en los elementos hereditarios, dando lugar a la especie. Luego se produjo otro accidente engendrando una nueva evolución que se estabilizó, y así sucesivamente. De modo que, de la bacteria al hombre, no hay otra evolución posible de la evolución que los golpes del azar, los accidentes sucesivos.

Al final de esa evolución que evidentemente no está terminada: el hombre, fruto del azar. De donde se concluye: el hombre no significa nada; todos sus valores son igual a cero; no hay ni moral, ni ideal, ni ética, ni obligación ni cosas semejantes; el hombre no tiene ninguna especie de importancia y su destino y el de tantas especies que lo precedieron está condenado a la desaparición.

Pero lo que llama particularmente la atención en ese libro es precisamente la negación del hombre. El hombre no tiene valor particular. Puede darse si quiere una ética del conocimiento. Pero es puramente gratuito y arbitrario pues toda ética, sea cual fuere, no tiene ninguna especie de fundamento. Encontramos elementos semejantes en Claude Levi-Strauss que es un antropólogo, un etnólogo más exactamente, y en Michel Foucault que se ha ocupado del lenguaje en particular.

El hombre sin significación no puede plantear el problema de Dio

Es evidente que si el hombre ocupa esta situación, si no tiene realmente ninguna importancia, ninguna significación, si su vida no tiene ningún sentido ni dirección, es evidente que ya no hay problema, pues no hay hombre. Quiero decir, el hombre es una especie animal como las demás, sin más dignidad ni valor que las demás.

Claro está que el hombre que acepta estas posiciones, que las afirma y pretende que corresponden a la observación científica más rigurosa, no puede en modo alguno plantearse el problema de Dios. Eso no tiene sentido pues no hay base para nada. Si la vida humana no tiene significación, no hay que buscarle solución.

Esta situación tiende naturalmente a disolver todos los valores tradicionales. En la medida en que tales ideas se vulgarizan y se propagan, corrompen radicalmente toda especie de ideal. Esto no quiere decir que la gente como Jacques Monod, Michel Foucault o Claude Levi-Strauss sean gente despreciable. Son sabios muy auténticos y si tienen que darse a esas especulaciones desastrosas es porque su ciencia es precisamente para ellos un ideal, un valor, una exigencia y un interés apasionado que les basta. Si pueden darse a ella de verdad, desmantelar el credo tradicional y todos los valores humanos, es porque tienen un valor extremadamente precioso, que es justamente el campo de sus investigaciones.

Están pues cubiertos en su vida personal y no se dan cuenta de la catástrofe que pueden engendrar difundiendo sus teorías; como Sartre cuando se hacía “el profeta de la duda”, como dice en Las Palabras, que sentía que su vida se justificaba porque era “el profeta de la duda. Era para él una situación que lo aseguraba contra sí mismo, aunque la duda que propagaba pudiera ser para los demás una catástrofe.

Es pues demasiado difícil hoy argumentar a partir de la dignidad humana, de la responsabilidad humana, ya que hay cierto número de sabios considerables que rehúsan totalmente creer en ella y que están desde luego de total buena fe.

Posición del marxismo

Si retienen esta situación, si la tienen clara en la mente, verán en seguida la distancia que separa esa posición del marxismo. El marxismo es una fe. Por eso pudo ser una religión, porque precisamente el marxismo cree en el hombre. Para el marxismo el hombre es el dios del hombre. El marxismo diviniza al hombre; sin Dios, pero lo diviniza. Da pues al hombre cierta trascendencia y a partir de ahí, es posible construir. Entre el marxismo y una posición cristiana hay eventualmente un fondo común, si unos y otros se ponen de acuerdo sobre la dignidad humana, como lo vemos en Roger Garaudy. Podemos caminar juntos hasta cierto punto, profundizando la fe en el hombre, no es imposible terminar por la fe en Dios.

Es pues absolutamente cierto que algunos sabios actuales tienen una posición infinitamente más radical que el marxismo que era finalmente una defensa apasionada de los derechos humanos contra las interferencias de Dios, de un falso dios, claro está, de un Dios mal comprendido, mal concebido. Pero había fe en el hombre que animaba a los mejores comunistas y que los llevó eventualmente al martirio. Hay comunistas que dieron su vida por el porvenir paradisíaco en que el hombre será reconocido por el hombre, en que no habrá más explotación del hombre por el hombre y en que cada uno hará libre y alegremente su deber, participando además en la obra común, recibiendo cada uno según sus necesidades y trabajando según sus capacidades.

La pérdida de la fe en el hombre mina pues a la base toda especie de argumentación, pues ya nada se mantiene y no hay en ninguna parte exigencia que nos permita fundar una sociedad humana o una ética humana.

Una religión del hombre

A propósito del marxismo que es justamente una religión del hombre sin Dios, podemos observar que cierto número no despreciable de cristianos y de sacerdotes, en el fondo se sitúan en el campo del marxismo. Es decir que tienen fe en el hombre. Ir hacia el hombre, ocuparse del hombre, luchar por los derechos humanos, comprometerse por descolonizar los países que están todavía bajo tutela, estar de todos modos tan a izquierda como posible, es el primer deber de un cristiano pues manifiestamente un cristiano debe creer en el hombre y solo puede manifestar su caridad hacia Dios practicando una caridad cada vez más exigente respecto del hombre.

Y es importante observar que hay justamente en el campo cristiano un número considerable de personas que adhieren a esta religión del hombre y se alejan lentamente, sin siempre darse cuenta, de la religión de Dios.

Ahora, tomando las tendencias extremas, ¿qué pensar de la negación del hombre, del anantropismo que es la negación del hombre, como el ateísmo es la negación de Dios? ¿Qué pensar de eso?

El hombre no existe

Es cierto que si lo tomamos en su realidad biológica, en su instintividad, la instintividad que es cada vez más el primer motor de la acción de tantos hombres y mujeres, especialmente jóvenes, es cierto que el hombre no presenta nada particularmente atrayente, nada especialmente admirable, y que una multitud de hombres y mujeres se comportan exactamente como animales, movidos por el inconsciente, responden a impulsos no controlados. Y podemos decir que esa es la situación de la mayoría de los seres humanos. La mayoría de los hombres no ha purificado su inconsciente. Y ni saben que tienen un inconsciente que los domina.

Y ese es el mayor obstáculo para la fe en el hombre: que justamente, el hombre no existe. En la mayoría de los casos, tenemos una migaja de universo, un ser prefabricado que es un resultado, y cuando podemos constatar que existe, si alguna vez lo llega a pensar, si un niño especialmente dotado, por ejemplo, llega a esta conclusión o mejor a este descubrimiento sensacional, “Yo existo”, debe añadir en seguida: “Pero eso no depende de mí, porque no tengo nada que venga de mí mismo.

Y esta situación se prolonga generalmente. El hombre sigue siendo llevado por el universo. Sigue movido por el inconsciente. Simplemente, a medida que crece, le da una figura aceptable en el universo social. Se sirve de un compromiso entre el inconsciente cósmico, vegetal y animal y la figura social que está obligado a darse en el mundo. Se las arregla entonces para encontrar argumentos de razón, o para darse, si quieren, buenas razones respecto de los demás que justifiquen las opciones que son pasionales y tienen raíces en el inconsciente.

Las visiones pesimistas de un Jacques Monod, de un Michel Foucault o de un Claude Levi-Strauss parecen a primera vista bastante justificadas, en el sentido que la inmensa mayoría de los hombres no existen todavía

Esa es la enorme dificultad que encontramos en la vida espiritual, en la vida monástica, en la vida conventual, en la vida sacerdotal, en la vida conyugal, en la adolescencia de los dos sexos, es la enorme dificultad: el inconsciente ha quedado en estado silvestre.

El inconsciente, poder oceánico bajo el nivel de la conciencia, no ha sido jamás ordenado. Se añadió una superestructura, se dieron hábitos a los niños, se les quiso conformar con cierto orden social, pero todo eso quedó exterior. Su inconsciente siguió siendo la jungla, la selva virgen en que se precipitan todas las energías cósmicas y buscan salida que será necesariamente desordenada un día, a veces peor, si una luz de fondo no llega a iluminar ese inconsciente, a transformarlo y a hacer de todas esas energías inmensas el soporte de las virtudes, o como digo yo, el teclado de las virtudes.

No hay más fundamento para una fe en el hombre que en su rechazo

Y esta observación tiene su precio y su importancia pues precisamente los cristianos que adoptan la fe en el hombre, en el fondo, no tienen más bases para afirmar esa fe en el hombre que Jacques Monod para rechazarla. Los cristianos que optan por el hombre sin más, que toman el partido del hombre, que se hacen más y más adeptos de la religión del hombre, esos cristianos toman al hombre tal como es. Verifican finalmente todos sus instintos. Son partidarios de métodos anticoncepcionales. Consideran que el celibato es un error, que solo puede ser instrumento de represiones que finalmente van a estallar y destruir todas las represas y a dar lugar a escándalos aterradores o a abandonos como los que estamos viendo actualmente.

La negación del hombre que se afirma hoy de manera sistemática puede entonces basarse en la inexistencia efectiva del hombre. El hombre es un animal como los demás. Se conduce de hecho como animal y los derechos humanos son simplemente señales de neón en que nadie cree. Es inútil predicar la paz. Eso no significa nada, porque los pueblos no se conducen por la razón sino por el inconsciente, el inconsciente colectivo, tan oscuro y salvaje como el inconsciente individual. Y la predicación, la invitación a la paz, la promulgación de los Derechos humanos caen al vacío, porque no encuentran ningún fundamento en el hombre tal como es.

Las desviaciones

Por eso, repito, muchos cristianos que optan por el hombre sin más reflexión están finalmente listos a aceptar todo, a fuerza de querer estar a la moda, a dejar pasar todo, a protestar contra todo; y Cristo se vuelve una especie de figura vaga en nombre de la cual uno se apresura a ir hacia el hombre tal como es, adoptando todos sus impulsos y canonizando todos sus instintos.

Recuerdo un sermón que iba contra mí, si se puede decir: “Ustedes, queridas madres, ustedes son adultas. (Era después de la Encíclica Humanae Vitae…) Ustedes son adultas. Nadie tiene que enseñarles lo que tienen que hacer. Ustedes deben encontrar las normas del amor…” Y así sucesivamente.

¡Sí, claro! Después de eso, no es de extrañar que los sacerdotes se casen. Y noten que lo digo con el mayor respeto. Simplemente, constato que la tendencia a ir hacia el hombre termina, o puede en todo caso terminar frecuentemente aceptando cualquier cosa, so pretexto de estar a la moda, de no quedarse atrasados.

Pero en el terreno cristiano, como también en el marxista, la crisis tiene otro aspecto: el que respecta a Dios. ¿De qué Dios hablamos? Ahora podíamos preguntar ¿de qué hombre hablamos? ¿Del hombre que es o del que será? ¿Del hombre que es, o del que puede ser, del que puede llegar a ser, tal como está llamado a ser? Igualmente, al abordar el problema de Dios: ¿de qué Dios hablamos?

2ª parte: ¿de qué Dios hablamos?

Ahora en el refectorio, leían el capítulo 19 del Éxodo. Se trataba del Sinaí. Hablaban del don de la Ley. Y el Sinaí donde iba a subir Moisés, era lugar prohibido. Escucharon que quien se acercara a la montaña debía morir, sería lapidado (cf. Ex. 19:12-13). ¿A qué corresponde esa orden? Y encontramos… Leí en hebreo el año pasado los once primeros libros de la Biblia. Era horroroso. Desde el Génesis hasta el segundo libro de los Reyes, era horrible ver el rostro que el hombre le daba a Dios: las masacres, los anatemas, las guerras, los mandamientos de matar, las intervenciones, las amenazas hasta la 5ª o 6ª generación. Vuelvan a leer el cap. 26 del Levítico. Es absolutamente horroroso. ¿Es ése Dios? ¿Corresponde al corazón humano ese Dios? Para retomar la expresión de san Francisco de Sales, ¿puede ser ése el Dios del corazón humano?

Un Dios ajeno a nuestro destino

¿De qué Dios hablamos? Tenemos el Dios de los filósofos que está perdiendo velocidad precisamente porque cuando los sabios protestan contra toda especie de significación en nada y muy especialmente en el hombre, ¿de qué sirve demostrar la existencia de Dios? Eso cae totalmente en el vacío pues ya no hay problema. El Dios de los filósofos, suponiendo que tenga todavía sentido, el Dios de los filósofos, ¿a dónde nos lleva? Supongamos, finalmente, un primer motor, una causa primera. Y la causa primera, por ser primera, no depende de nada; por ser primera, no necesita de nada; por ser primera se basta totalmente. Y entonces, esta posición hace a Dios inmediatamente ajeno a nuestro destino.

En el fondo, nuestro destino es perfectamente absurdo. Si es el primer motor, si es realmente la causa primera, si es realmente la autosuficiencia, la felicidad inalterable, que fracasemos o triunfemos en nuestra vida, que seamos, para retomar las expresiones tradicionales, elegidos o condenados, eso no le importa en lo más mínimo. Como decía el P. Garrigou: “Es glorificado en su justicia por los condenados como es glorificado en su misericordia por los elegidos.” Todo nuestro ser es para él: él gana en todos los casos, de todos modos.

Ese Dios ya no responde a las cuestiones que se plantea la ciencia. Y cuando llegamos al terreno filosófico, que se vuelve además cada vez más frágil, llegamos a esta teoría: “Sobre todo, me decía el P. Garrigou, no vaya a creer que Dios actúa por otro motivo que el amor de sí mismo. No puede amar sino en relación consigo mismo porque es el soberano bien y no puede recibir de nadie, si no, dependería del ser que le diera a él.

Es pues completamente ajeno a nuestra vida. ¿Entonces por qué es creador del mundo? ¿Qué quiere decir eso? Si no necesita, si es ajeno a eso, si de todos modos gana en todos los casos, ¿para qué arrojar esas miserables criaturas al espacio sometiéndolas a una prueba de la cual él permanece totalmente ajeno?

Dios experiencia humana

Esta vía parece sin salida. Se siente bien además en el libro de Job que el inmenso poeta autor de ese libro planteó la cuestión de la tragedia humana, el misterio del mal, y no encontró respuesta porque la respuesta es la omnipotencia que aplasta. Entonces, en el momento de la escritura del libro de Job, la Revelación no está al nivel del problema planteado. Y desde luego, Dios aparece ahí visto por el hombre. Y me apresuro a decirles lo que ya saben, que claramente Dios solo puede corresponder a una experiencia humana, pues nosotros no conocemos nada fuera de la experiencia humana. Y la experiencia de Dios solo puede realizarse en virtud de una transformación del hombre.

Esto será totalmente claro si distinguen los tres grados de conocimiento que experimentan. Existen tres grados de conocimiento.

Los tres grados de conocimiento

Existe primero el grado de conocimiento subjetivo, instintivo, carnal y pasional, que es el conocimiento más ordinario. Todos los eslóganes difundidos en los periódicos, la televisión, el cine, todos los eslóganes que nos hacen compadecer con el suicidio de la mujer que se había enamorado de uno de sus alumnos de 15 o 16 años, para que nos sintamos culpables hacia ella. Simpatizar con su destino, comprender su tragedia, orar por ella, son cosas legítimas y necesarias. Pero en fin, conmoverse de repente, sentir todo un país culpable porque una mujer ha cedido a su pasión y estaba sin salida y se suicidó es evidentemente un desplazamiento de valor.

Esa especie de unanimidad en la compasión, en una tragedia de esa especie, nos pone ante el conocimiento instintivo, subjetivo, pasional que tiene sus raíces en el inconsciente y que es el que nos mueve la mayoría del tiempo; pues a partir del momento en que nos concierne, en que nuestro amor propio entra en juego, se rebela. ¿Y en nombre de qué? Evidentemente, de impulsos pasionales.

Hay una segunda forma de conocimiento. Es el conocimiento científico, el conocimiento del laboratorio. Tiene un carácter muy remarcable, y es de constituir un lenguaje común. Desde Galileo, si no desde Copérnico, la ciencia ha llegado más y más a ser un lenguaje común.

Sean rusos, hindúes, americanos, checoslovacos, franceses, alemanes o ingleses, si utilizan los métodos científicos, si los aplican rigurosamente, obtendrán por doquiera los mismos resultados, independientemente de lo que piense cada uno sobre la vida, sobre el comienzo absoluto del mundo y sobre su fin, sobre la moral o la no moral.

La ciencia ha logrado crear un lenguaje común, objetivo, en que el físico es cualquier físico que podría ser remplazado por una máquina, y de hecho es a menudo remplazado por una máquina que registra con mucha más exactitud que el hombre mismo. ¡Es admirable! Pero es limitado, porque tal lenguaje común solo pudo crearse haciendo abstracción de toda opción personal.

En el laboratorio, el sabio es un objeto que registra. Debe dejar afuera todas sus opiniones personales. Y felizmente, en el sentido que sus opiniones personales son a la vez diversas en todos los pueblos e individuos, y variables en el mismo individuo. Jamás se llegaría a conclusiones ciertas sin la decisión sobre el método, de hacer abstracción de toda opción personal.

El peligro de este método, por demás admirable y de fecundidad tal que se pudo a la vez crear la bomba atómica e ir a la luna, y solo estamos al comienzo de la aventura, el peligro de este conocimiento es que no conoce sino objetos, incluso el hombre. Que se examine un mico en un laboratorio, o un hombre, o un cobayo, es lo mismo. Se utilizan instrumentos análogos. Se buscan reacciones objetivas que hacen total abstracción de la calidad del hombre.

La tendencia del laboratorio, lo vemos bien en Jacques Monod, es justamente a ver solo objetos por doquier. Ya no hay sujetos. Ya no hay dimensión humana. Solo hay fenómenos físico-químicos, biomoleculares que se arreglan por mecanismos materiales, por automatismos cuya causa y origen no es el hombre.

Existe otro conocimiento mucho más importante: es el conocimiento interpersonal. Es el conocimiento por excelencia. Es el que rige las relaciones entre el marido y la mujer, entre padres e hijos, entre hijos y padres, entre amigos, en fin, una relación entre personas. Éste es el conocimiento supremo en el orden humano, porque es el único en que el hombre comienza a emerger, deja de ser objeto, resultado prefabricado y en que el esfuerzo, la búsqueda se ejercen en la dimensión humana. Lo que buscamos en los demás, a través de su rostro, es una persona humana, es la especie de intimidad que se esconde en el corazón del hombre, es la inviolabilidad que es justamente el santuario en que debemos inclinarnos con respeto.

¿Recuerdan el niñito de nueve años? Ya les conté el instructivo episodio de una novela de Gottfried Keller. Hijo único de una mujer viuda, la cual concentra en él toda su ternura, lo educa lo mejor que puede, le ha enseñado a orar mañana y noche, y antes de las comidas. El pequeño Enrique se sienta un día para almorzar sin hacer la oración. Su mamá le hace la observación. Él hace oído sordo. Ella insiste y él no escucha. Ella lo pone ante el muro con amenazas: “¿No quieres hacer la oración?” – “¡No!” – “Entonces, ¡vete a la cama sin comer!” El muchacho acepta el reto y se va a la cama sin cenar. La madre llena de remordimiento cambia de opinión y le lleva la comida a la cama. Demasiado tarde: desde ese día el muchachito dejó de orar. Era que había descubierto en sí mismo una zona inviolable donde su madre no podía penetrar sin autorización.

Hay pues un conocimiento interpersonal que es el más precioso pero que es un conocimiento fundado en un compromiso. Solo conocemos en la medida en que nos comprometemos. Solo conocemos en la medida que amamos. La mujer que, paralizada desde hacía 30 años y ciega desde 39 da muestras de perfecta serenidad, jamás se queja a pesar de ser totalmente dependiente de nosotros, me muestra que su alegría viene de haberse casado en esa situación y en esas condiciones. El hombre que la había amado a los 18 años y no la abandonó cuando la atacó la polio. Le ofreció todos los servicios inimaginables durante nueve años al cabo de los cuales, cuando se volvió ciega, se casó con ella. Ese amor increíble y maravilloso que se dirigía a su persona, que era el compromiso más generoso y puro, la iluminaba totalmente y ella no pensaba en quejarse de su suerte pues había recibido lo que la inmensa mayoría de las mujeres solo sueñan con obtener.

El conocimiento interpersonal es pues un conocimiento comprometido en que conocemos en cuanto amamos. La mujer divorciada que me dijo: “Cuando veo a mi marido en la calle, eso no me hace más efecto que cruzar un barrendero o a cualquiera”, muestra que ya no lo ama porque ya no lo conoce. Su marido es ahora un perfecto desconocido. El conocimiento interpersonal es pues un conocimiento de reciprocidad, un conocimiento en que intercambian dos intimidades que se abren una a otra, un conocimiento que es tanto más perfecto cuanto más grande es el amor.

La Revelación en el universo interpersonal

¿Dónde se sitúa entonces la Revelación? En el universo interpersonal. La Revelación no es una oficina de informaciones que nos manda mensajes diciendo: “En el cielo sucede lo siguiente”. La Revelación es intercambio nupcial entre el Señor y el hombre. Pero ese intercambio es naturalmente proporcionado no al compromiso de Dios que es siempre total, sino al compromiso del hombre.

Es evidente que la imperfección del hombre reduce el campo de la irradiación divina. Un ejemplo claro de esto lo muestra la oración de Jeremías en el cap. 10:23-25, donde Jeremías ora por la destrucción de sus enemigos. Encuentran ejemplos continuamente en los primeros once libros de la Biblia donde se habla de masacres, de guerras, de anatemas, de ruinas, de destrucciones y maldiciones.

Es Dios visto por una humanidad primitiva que limita a Dios a su medida y con la cual Dios balbucea como una madre balbucea con su hijo, no porque ella es infantil sino porque el hijo no puede comprender Los diálogos de Platón. El hombre que habla en lenguaje platónico a un niño de cuatro años le perturba el cerebro, lo enloquece, y yo encontraré el muchacho más tarde en la cárcel ya que esa educación forzada en invernadero, sin otra compañía que la de su padre de cincuenta o más años, que le habla así bajo el pretexto de educarlo sin castigos, y evidentemente, esa educación forzada será un fracaso. El niño siente un aburrimiento mortal y termina odiando al papá que lo mantiene en la prisión de sus conceptos. El padre no entendió que al niño se le habla en un lenguaje de niño.

Dios balbuceó pues con la humanidad. Se dejó desfigurar por el hombre. Tomó el aspecto de pobreza, como dijo un gran exégeta. Es uno de los aspectos más conmovedores de la pobreza divina: que Dios haya aceptado tomar, a los ojos del hombre, ese rostro que no es el suyo.

Y si es así, es una vez más porque en todo diálogo interpersonal la comunicación debe adaptarse al interlocutor. Naturalmente, el nivel será el más bajo. El sabio tiene que inclinarse ante el alumno para ayudarle a progresar. El padre o la madre deben inclinarse ante el hijo, balbucear con él para que se abra a un lenguaje más profundo. Sería absurdo que un diálogo quedase en el aire sin llegarle a nadie. La Revelación es un diálogo de amor entre Dios y la humanidad en que Dios se adapta a la humanidad y acepta someterse a las condiciones del diálogo: adaptarse al inferior para hacerlo ascender.

El Dios popular es un Dios colectivo

Por otra parte, esto nos lleva a una consideración de extrema importancia, y es que la creencia en Dios – ahora no hablo del Dios de los filósofos sino del Dios popular, del Dios de los pueblos, del Dios de las naciones, del Dios de los imperios, del Dios de los clanes, del Dios de las tribus, y ese Dios es un Dios colectivo.

La vida de la humanidad es ante todo vida colectiva. El grupo tuvo mucho que hacer. En una humanidad o mejor en una naturaleza salvaje en que el hombre tenía que sacar su alimento de una tierra ingrata inventando la agricultura que no existía, limitándose a la recolección y defendiéndose contra los animales salvajes y contra los demás clanes eventualmente enemigos del suyo, dedicaba todo su tiempo o casi a sus necesidades vitales y no podía protegerse, quiero decir que no podía asegurar la cohesión, la unidad de su clan, de su tribu sino en virtud de una disciplina colectiva muy firme la cual se proyectaba en una religión colectiva. Porque para fortalecer la disciplina había que darle sanción divina. Y esto era universal. Observen que el primer estado ateo del mundo es Albania. En 1968, Albania fue el primer estado ateo del mundo.

Y si el mundo data de un millón quinientos mil años, quiero decir, si el hombre existe desde hace un millón quinientos mil o dos millones de años, y si a través de toda esa inmensa historia la religión fue primero una realidad colectiva, no es de extrañar que la humanidad tenga una dificultad inmensa para liberarse de sus tradiciones y llegar a una religión personal.

Pienso pues que es necesario tener cuenta esencialmente del hecho que la religión es ante todo, salvo excepción, una realidad colectiva. Tomemos un ejemplo que conocen bien: la muerte de Sócrates en 399 antes de Cristo, en la cumbre de la civilización helénica. Le fue infligida la muerte especialmente porque no honraba a los dioses de la ciudad. Ponía en peligro la ciudad porque no honraba a sus dioses. Para no decepcionarlos, para no ser víctima de la ira de los dioses, la ciudad asesina a este hombre, Sócrates, que es solo un individuo en el mundo, en la ciudad.

Ustedes conocen ciertamente el ejemplo de Marco Aurelio: entre l6l y 180, después de Cristo, “el más virtuoso de los emperadores romanos”, el más escrupuloso en sus exámenes de conciencia, el más puro, el filósofo más piadoso, Marco Aurelio es también uno de los más fieros perseguidores de los cristianos, uno de los más intransigentes, porque los cristianos, esos “recalcitrantes”, rehúsan participar en el culto de Roma y del Emperador, único que puede darle unidad al imperio constituido de pueblos diversos, unidos solo por la religión.

¿Qué le pedirán los emperadores cristianos a la religión? El mismo servicio: que la religión sea el lazo que de la unidad del imperio. ¿Qué buscará Luis XIV al revocar el Edicto de Nantes? Una religión para un estado. ¿Qué querrá Napoleón al restablecer la Iglesia con un Concordato? Fundar su poder sobre una religión que le dé sanción divina a su poder.

Esta tradición tan antigua como la humanidad, nos hace entrever entonces una revelación que va a tomar un aspecto colectivo, y tanto más si toman la tradición bíblica, cuando no se cree en la inmortalidad. Todo se juega en esta tierra. Si existe sobrevivencia, el sheol, es una sobrevivencia tan larval, tan miserable, que uno le pide a Dios que lo libere de esa catástrofe, que no lo deje morir porque entonces no hay esperanza: “Entre los muertos no hay recuerdo de ti, ¿en el sheol quién te puede alabar?” (Ps. 6:6). Los que están en el sheol no alaban a Dios. Están en la noche total y la muerte es la gran maldición. Solo se la puede superar por la procreación. Si hay que tener hijos a todo precio, es que esa es la única forma de inmortalidad. Si las mujeres estériles se lamentan, es porque privan a sus maridos de sobrevivir en una posteridad que perpetúe su nombre.

Se comprende entonces que tenga misión colectiva, es la de los pueblos de la Biblia, misión colectiva porque si el individuo-pueblo muere, su muerte es prácticamente el fin de todo. Pero un pueblo como tal solo puede tener una religión extravertida, es decir orientada hacia el exterior. Un pueblo como tal no puede tener una experiencia mística.

Proyecta necesariamente fuera de sí mismo como un poder del cual depende y al que debe rendir todos sus homenajes, es decir prácticamente sus sacrificios y su obediencia absoluta, esperando en retorno una protección que será tanto más eficaz cuanto que ese Dios es a la vez más terrible y poderoso. Dios tomará pues esta apariencia. Resulta del hecho que el diálogo es entre lo invisible y una colectividad.

El Dios del diálogo secreto con una jovencita

Boris Pasternak, en el Doctor Jivago tiene una página absolutamente revolucionaria en que, analizando las antífonas de la liturgia rusa de la Anunciación con una poesía extraordinaria, muestra que esas antífonas conmemoran el mayor acontecimiento de la historia.

Hasta aquí, la multitud de los pueblos, la afluencia de las naciones, la multitud de los ejércitos. Y ahora: un diálogo secreto con una jovencita que decidió el porvenir del mundo. Dios ya no es el Dios de los pueblos sino el Dios de las personas. Y cuando Jesús conversa con la samaritana, reintegra al interior de la conciencia humana el santuario de Dios. Ya no es en el Garizim según la fe samaritana, ni en la colina de Sion según la fe judía, sino en ti donde brota la fuente de agua viva hasta la vida eterna (cf. Juan 4:14).

¿De qué Dios hablamos? ¿Es el Dios que se expresa en la luz de los destellos, en el ruido de los rayos, en el terror, en la maldición, en la lapidación? “Ante esos rayos, esos destellos, ese sonido de trompeta y la montaña humeante, todo el pueblo tembló de miedo y se mantuvo a distancia. Y dijeron a Moisés: Háblanos tú y podremos oírte, pero que no nos hable Dios porque moriremos.” (Ex. 20:18c-19; cf. Dt. 5:23-31).

Dios se revela en Jesucristo

¿Cuál es el verdadero Dios? Claro, es siempre el mismo. Solo hay uno. Es el que se revela en Jesucristo, en la pasión de Jesucristo, el que se revela en la muerte de Jesucristo, en esa ecuación increíble: para Dios, el hombre iguala a Dios pues Dios estima la vida humana al precio de la suya. El cambio es inmenso. Entre el Génesis donde se declara ya la inocencia de Dios ante el mal, entre el Génesis, cap.3, relato de la caída, entre el Génesis donde Dios aparece como el dueño no comprometido en nuestra historia, que impone una Ley con sanciones que él ejecutará cuando se cometa la infracción, qué distancia entre esta visión de Dios y la visión de nuestro Señor en el Huerto de la agonía: ahí Dios está comprometido a fondo. El mal aparece como una herida de la que él muere. Y el bien, como un amor nupcial donde tiene su origen la vida misma.

3ª parte – El encuentro del hombre con el Otro

Vamos a encontrar estos datos. Por ahora, volvamos al comienzo. El hombre que aún no existe, el hombre que es solo un manojo de determinismos, que es totalmente prefabricado, el hombre que es un pedazo de universo y sin embargo un día, siendo niño, descubrió que había en él algo inviolable. ¿Cómo puede ser inviolable sin haber hecho nada? Sin embargo, hizo una experiencia decisiva.

¿Qué hace el esclavo, y tantos otros que lo siguen, cuando toma conciencia de su esclavitud? Dice: “¡No! ¡No!” Dice No porque tomar conciencia de su esclavitud es ya rehusarla. Tomar consciencia de su esclavitud es descubrir que uno no es objeto, que uno no puede ser mero instrumento manejado del exterior, que uno no puede reconocer como propia una acción de la que no es fuente y origen. ¿Pero cómo fundamentar esa inviolabilidad?

Hay otra experiencia. Cuando trampeamos, podemos engañar a los demás pero no a nosotros mismos. No podemos trampear con nosotros mismos, a menos de ser animales completamente dominados por los instintos. A solas consigo mismo, uno no puede hacer trampas. Hay en nosotros una reivindicación incorruptible, una mirada incorruptible, una inocencia incorruptible, un testimonio que es imposible rechazar.

Demos otro paso: la admiración del artista, del músico, del sabio, del alpinista, de la madre ante su hijito dormido, la admiración del amor, Beatriz, o mejor Dante ante Beatriz, la admiración de la India ante Gandhi, la admiración de todo heroísmo cuando está totalmente libre de todo motivo egocéntrico, la admiración que nos hace salir de repente de nosotros mismos, que nos sana de nosotros mismos, que nos pone en contacto con una Presencia ya que, cuando la encontramos, sea en la música o en la arquitectura, en la biología o en la astronomía, en la electrónica o en las matemáticas, en la naturaleza o en el niño, o en el amor, es siempre el mismo espacio que se abre, el mismo encuentro que se realiza, el mismo rostro que se revela, el mismo impulso que nos mueve y en el que yo pensaba al citar la maravillosa estrofa de san Agustín: “Tarde te amé, oh hermosura tan antigua y tan nueva! ¡Tarde te amé!…”, el resto lo saben ustedes de memoria.

En la experiencia que hace pasar al hombre de afuera a dentro, que lo arroja dentro de su intimidad, en que accede a su humanidad, hay pues inmediatamente y al mismo tiempo el encuentro con ese Otro, con mayúscula,, con la Presencia adorable que está en el fondo de nuestro corazón en espera eterna. Ese Dios es absolutamente irrecusable, irrefutable como el hombre mismo. Cuando el hombre existe, Dios transparenta. Cuando el hombre existe, la Presencia de Dios es sensible porque el hombre solo existe cuando se toma totalmente o mejor, cuando es tomado totalmente hasta su propia raíz. A partir de lo más profundo de su inconsciente es tomado por la luz que lo arrastra en su ola de amor y que lo hace ser todo ofrenda. Entonces está colmado.

Y noten que en esta experiencia Dios aparece como la revelación y la realización de nuestra libertad. Lejos de aparecer como dueño y dominador del que dependemos, como límite o amenaza, aparece únicamente como la revelación y la realización de nuestra libertad, de nuestra vida “más íntimo que lo más íntimo de mí mismo”, “como la vida de mi vida” y “viva estará mi vida toda llena de ti.

Lo esencial: el Verbo encarnado, la Trinidad, el despojamiento de Dios

Hacer la experiencia de ese Dios es evidentemente comprender en seguida que la tradición bíblica estaba orientada hacia el hombre por el Evangelio como nos lo dijo san Pablo. La tradición bíblica hay que entenderla a través de Cristo, en movimiento hacia él. Pero en la letra ya no nos concierne. Para nosotros lo esencial es el Verbo encarnado en la transparencia infinita de su humanidad a la divinidad en la cual subsiste personalmente.

Y eso es lo que nos sumerge en el corazón del Evangelio, eso es el corazón del Evangelio: la Trinidad. La inmensa novedad del Nuevo Testamento es la Trinidad, la revelación del monoteísmo, de un monoteísmo pluralista que es eterna comunión de amor. Dios no se posee. Dios no se aferra a sí mismo. Dios es el anti-narciso. Lejos de ser un personaje solitario que se contempla y se satisface de sí mismo, solo puede llegar a sí mismo comunicándose.

Esta revelación es revolucionaria. Nos da fundamentalmente luz sobre nosotros mismos. Pues, ¿qué es lo que hace que no logremos resolver nuestro problema? ¿Por qué son tan pocos los hombres que lo logran? ¿Por qué no se plantea jamás el problema en sus verdaderos términos? Porque si no encontramos el despojamiento de Dios no podemos imaginar un instante que es por el despojamiento que vamos a realizar nuestra plenitud.

Cuando vemos a Nietzsche que se cabrea, se disloca mentalmente para hacer surgir de sí mismo el súper-hombre en una soledad horrorosa, sin rostro, se comprende la imposibilidad para el hombre de encontrar salida sin encontrar en su corazón, como Agustín, el amor que no es sino amor, que hace surgir toda su vida en un impulso de amor en que su libertad se revela a sí misma al mismo tiempo que se realiza.

Casi ni se puede plantear el problema del hombre sin encontrar la Trinidad. Un Dios solitario que no hace sino mirarse a sí mismo es impensable. Esos son los límites del Dios del Islam y del Dios judío, del Dios visto por los musulmanes y del Dios visto por los judíos, claro está, pues no hay sino un solo Dios, el que se revela en Jesucristo. Siempre ha sido el mismo. Siempre ha sido el amor. Como decía san Agustín, siempre ha estado ahí, o “Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo”. Y lo maravilloso en la Trinidad es que hace brillar en plena luz la Revelación. Hace brillar lo que presentíamos, lo que Platón podía presentir cuando hablaba de la belleza y que nos elevamos poco a poco hasta la belleza que no tiene límites.

Lo que el Evangelio nos revela en el zenit de la Revelación, es que Dios es un Dios despojado de sí mismo. Dios es libre de sí mismo. Dios es Espíritu. Y ¿qué es ser espíritu? Es no tener pasivamente la vida sino hacerla surgir en puro impulso de amor. El Espíritu concierne nuestro ser total. Totalmente, debemos hacernos, tenemos que hacernos. Tenemos totalmente el poder de transfiguración. En nuestra totalidad podemos encontrar al Señor y tenemos que expresarlo porque él es la fuente infinita de toda nuestra vida.

No se puede encontrar a Dios sin estar libre de sí mismo

Dios es libre de sí mismo, totalmente despojado y por eso no se lo puede encontrar auténticamente sin estar libre de sí mismo. Ése es el juicio final: no hay humanidad auténtica sino donde el hombre es libre de sí mismo, en la medida que lo está.

¿Cómo es posible? ¿Cómo es que no tenemos otros criterios que la liberación de sí mismo para discernir la autenticidad de una humanidad, sino porque Dios que es el único camino hacia nosotros, el único camino hacia nuestra intimidad, es total, infinita y eternamente libre de sí mismo en la circulación de su ser, del Padre al Hijo en la unidad del Espíritu Santo? Esa es la esencia del Evangelio.

Por la Encarnación se funda la liberación. Digámoslo porque es verdad. Qué es, en efecto, la unión de Cristo con la divinidad sino la comunicación hecha a la humanidad de Jesús de la pobreza divina, del despojamiento total que arroja eternamente al Hijo al seno del Padre. En su humanidad, Cristo es cogido totalmente por la onda, como una cáscara de nuez sería llevada por el océano. Estando radical e infinitamente despojado, Cristo está tan despojado que puede contener en su humanidad toda la historia humana, toda la historia del universo y ser interior a cada uno de nosotros, viviendo nuestra vida como suya. Es pues cierto que en esta revelación, la más alta que existe, tenemos la revelación de Dios y de nosotros mismos.

Historia del contrabandista

¿Cómo podría amenazarnos, ese Dios que es despojamiento? Vuelvo al ejemplo admirable que ustedes conocen. Recuerdan al hombre que descubrió en plena montaña un papel. Es un bandido, un asesino. Tiene fusil y practica un contrabando asiduo entre dos fronteras. Se sirve de su fusil contra todo el que se meta en sus negocios. Y un día, a 4000 metros de altura, descubre un papel. ¿De qué se trata? ¡Perpetuo socorro! ¡No! ¡Es imposible! ¿Un perpetuo socorro? Sigue leyendo: “Nuestra Señora del Perpetuo Socorro. Novena a Nuestra Señora del Perpetuo Socorro. Comienza la novena. ¡Ah! Se siente condenado. Está perdido. Toma conciencia de su culpabilidad. No existe salida posible para él. Tiene un ser irremisible para con Dios, pero está en ausencia irremisible también frente a Dios. Vuelve a comenzar la novena. Una pequeña esperanza: con miles de años de purgatorio podrá alcanzar solución. Vuelve a comenzar, siete veces. Recorre todas las etapas y es normal. ¡Ah! De repente descubre el amor. Ya no piensa en sí mismo ni a su salvación. Ha descubierto el amor en el fondo de su ser. Se arroja dentro y cuando viene a confesarse está tan desbordante de amor que el sacerdote a quien cuenta la historia queda conmovido.

El diálogo interpersonal

Vemos aquí el diálogo… Vemos aquí profundizarse el dogma. Primero visto de afuera, bajo el aspecto de culpabilidad ante una justicia que puede aplastarme. Y poco a poco la visión se interioriza. La situación del hombre se transforma y Dios se interioriza. Ya no hay más que el amor. Y el infierno aparece como la crucifixión de Dios por el hombre y para el hombre. A cada etapa, es verdad, porque estamos en un diálogo.

Vimos que la Revelación es un diálogo interpersonal. Pero, finalmente, al subir a la cumbre, en la profundización, en la interiorización de sí mismo y de Dios, el dogma termina por tomar, por darnos, toda su luz y toda su libertad. Porque sabemos que tenemos a cargo a Dios, que la vida de Dios está en nuestras manos, que podemos crucificarlo y él está indefenso puesto que solo puede defenderse muriendo de amor por nosotros. Y esa es la lógica del amor que es, en efecto, perseverar cuando lo pisotean, morir de amor para afirmarse.

Todos los dogmas deben recorrerse paso a paso hasta llegar por fin al corazón de la Trinidad donde encontramos la cuna de la libertad infinita. Siendo libre de sí mismo, Dios puede liberarnos de nosotros. Y justamente, ya no hay moral en el sentido de imposición venida del exterior. Hay una inmensa exigencia de amor, que es exigencia de ser, una exigencia de libertad, de liberación, pues no se puede ser de verdad sino en el don total que es Dios.

Dios quiere un mundo nupcial

Ya no hay rivalidad entre Dios y el hombre. Dios quiere hacernos Dios. Nos hizo Dios al crearnos, creando libertad. Reveló que es Espíritu. Escuchen. ¿Quién de ustedes quisiera un amor forzado? ¿Cuál padre de familia, habiéndose consagrado a sus hijos sin dejarles faltar nada materialmente, querría obligar su hijo a amarle por medio de filtros, de hormonas, o trucos que inclinen los sentimientos del hijo en su favor? Eso sería un amor robado y falsificado. El padre más amante solo puede suscitar en el corazón de su hijo una confianza que responda a la suya, un amor espontáneo. ¿Quieren ustedes que Dios sea menos, menos que ese padre amante? Dios es Espíritu. Él es pura interioridad. Solo puede querer Espíritu. Solo puede querer un mundo espíritu, un mundo libre, un mundo divino ante de sí mismo, un mundo independiente de él, un mundo nupcial.

Y ése es justamente todo el drama de Jesucristo. Él revela un mundo nupcial a una humanidad que no lo sabe, que no ha comprendido aún, un mundo, un universo nupcial en que Dios muere de amor porque no es sino amor, porque quiere comunicarnos lo que él tiene de propiamente divino, el Espíritu, y a través de nosotros, a todo el universo. Por eso el universo no existe todavía. Por eso “la creación gime con dolores de parto” (Rm. 8:22). Por eso el mundo es informe, embrionario, lo mismo que nosotros.

El Dios evangélico es pues el Dios que es en nosotros fuente que brota en vida eterna (cf. Jn. 4:14). Ése es el Dios de que habla san Pablo al escribir: “Os he desposaco con un esposo único para presentaros a Cristo como una virgen pura.” (2 Co. 11:2). Es el Dios cuyo reino somos nosotros. Porque no puede reinar como un emperador sobre un trono en las nubes. Su reino es el surgimiento de su luz en nosotros y la comunicación de su luz en nuestra transparencia. En la medida en que somos presencia real la Presencia de Dios se manifestará en el mundo.

¿Cuál es el Dios de la Iglesia?

Y ahora preguntémonos: ¿es ése el Dios de la Iglesia? Me parece que estamos en plena ambigüedad. Porque existen dos corrientes: por un lado, apoyándose en las tradiciones del Antiguo Testamento pero olvidando que el Antiguo Testamento es el pedagogo del Nuevo Testamento y que ya no estamos bajo el pedagogo sino en la libertad evangélica, una tradición tan antigua como el mundo, como dije, la de una colectividad frente a un poder exterior a ella, y existe la corriente del Dios de los filósofos, causa primera, etc., del Dios de la Tradición del Antiguo Testamento. Y por otra parte, está la corriente del Sagrado Corazón, la corriente de la interioridad. Estas dos corrientes no se han encontrado, no se han explicado mutuamente. Corren paralelamente y hay toda una tradición teológica y dogmática para la cual la humanidad de Cristo es como el sacramento de la Presencia del Verbo y el alimento esencial de la vida cristiana, pero… es “el dogma”. Es justamente un sacramento de liberación.

Dios nos ilumina sobre nosotros mismos

Observen: Dios nos ha sido presentado la mayor parte del tiempo como algo que hay que creer, que hay que aceptar, aunque no entendamos nada. Es falsear radicalmente su sentido. Nada hay más luminoso, nada nos ilumina más sobre nosotros mismos. Y es la única luz de que disponemos y no podríamos plantear nuestros problemas fuera de la luz del misterio más profundo, el de la santísima Trinidad.

No digamos: Dios nos amenaza, Dios nos obliga, Dios pone límites a la inteligencia. Hablemos más bien de la sobreabundancia de la ternura divina que nos comunica su intimidad.

La crisis contemporánea

Y aquí encontramos la crisis contemporánea. Si tantos cristianos se van corriendo hacia el hombre, sin discernimiento, y finalmente aceptan al hombre tal como es, y consagran finalmente todos sus instintos, es porque esos cristianos, esos sacerdotes no han descubierto al Dios interior, al Dios liberador, al Dios que es la vida de nuestra vida. Están entre dos sillas. Aprendieron una teología de objetos. Prepararon, diría yo, exámenes sobre Dios. Pero no han hecho la experiencia apasionante, inolvidable e inagotable de un Dios que es la vida de la vida, que es la transfiguración de todo el universo, que es el corazón del amor y su eternidad.

Sus obligaciones, el breviario, el celibato, todo eso son cosas, como su teología, tomadas del exterior, sin impulso sentimental y afectivo; y su inconsciente, no habiendo sido ordenado, suelta todos sus impulsos. No es suficiente decir palabras para solucionar la cuestión. El inconsciente es una fuerza cósmica infinita que suscita todos los panteísmos, por su aspecto indefinido. Si todo eso no ha sido purificado por un encuentro esencial, y que se hace cada día, a cada instante y en cada ser como en sí mismo, la situación es insostenible. No podemos simular un amor que no tenemos. No podemos simular un despojamiento del que no tenemos conciencia. Y nos marchamos… si somos honestos.

Debemos pues ver que la situación en que estamos es esencialmente ambigua, porque aún no hemos tomado consciencia de la llegada del Nuevo testamento, de la luz increíble que nos viene con Cristo y de la fuente infinita de nuestra liberación que es la Trinidad que vive dentro de nosotros.

La castidad, la obediencia, la pobreza, están inscritas en el corazón de la Trinidad. Es porque Dios es vida, porque Dios es virgen que no tiene ni puede tener contacto translúcido consigo mismo, por ser contacto interior consigo mismo, en una eterna comunicación de amor. Dios nos llama a todo eso porque él es su fuente y su perfecta realización.

Entonces sí, en la espera de él, en el diálogo con él que es la respiración de nuestra libertad, entonces sí, podemos considerar la pobreza como nuestro despojamiento de nosotros mismos y nuestra transfiguración. Podemos considerar la obediencia como la atención del oído de nuestro corazón a todas las llamadas de su amor. Podemos considerar la castidad como nuestra liberación respecto de la especie. No se trata de entrar en el surco de la especie, de hacernos especie, sino al contrario, de liberar la especie, darle un rostro, interiorizarla, transfigurarla en la respiración del Espíritu.

La Iglesia nos comunica a Cristo

Entonces todo resucita. Toda la vida eclesial se convierte en un inmenso sacramento de liberación. Cuando recurrimos a la Iglesia, nos acercamos a Jesucristo, como lo descubrió san Pablo en el camino de Damasco. ¿Qué puede hacer la Iglesia, sino ser el sacramento de nuestra liberación puesto que nos comunica a Cristo en persona?

Siempre podemos encontrar al Dios interior. Siempre podemos volver al Dios interior, al Dios interiorizado. No es necesario cambiar las estructuras. Además, eso no significa mucho. No hay estructura en la Iglesia como si la Iglesia fuera una institución que se puede modificar al gusto, como si tuviéramos que dar otra cosa que Jesucristo. En la Iglesia solo tenemos que ver con Jesucristo. La Iglesia es un inmenso sacramento en que Jesucristo prosigue su vida y se comunica muriendo de amor por nosotros.

Entonces, Jesucristo es la revelación de su persona. La revelación definitiva no es la doctrina de Jesucristo, quiero decir, la enseñanza dada en Jerusalén, en Nazaret o en Cafarnaúm. Nuestro Señor dialogó con sus interlocutores. Se adaptó a ellos. Les habló en parábolas. Entregó al Espíritu Santo la revelación definitiva. Pero toda la luz del evangelio proviene de la persona de Jesucristo. Las palabras del Evangelio solo viven de la vida del Verbo encarnado y la Iglesia no tiene que trasmitir solo un testimonio con palabras que son siempre limitadas. Lo que ella transmite es la Presencia de Jesucristo en su integralidad. Es lo que significa a la vez el poder sacramental y la infalibilidad de la jerarquía apostólica: la Iglesia en estado de renuncia total, la Iglesia, signo que representa y nos comunica la persona misma de Jesús. La Iglesia solo puede comunicarnos la libertad infinita que es Jesucristo.

La libertad infinita

Cuando hayamos comprendido eso, cuando lo hayamos vivido, entonces probablemente no haremos sino darlo. ¿Quién rechazaría la libertad infinita que surge del contacto con el Dios interior a nosotros? ¿Quién la rechazaría? ¿Quién la rechazaría si brillara a través de nosotros, si nuestro rostro fuera la sonrisa de esa bondad y de esa ternura infinita? ¿Quién la rechazaría? Si fuéramos más hombre, infinitamente hombre, si nuestra humanidad tuviera toda su talla, toda su estatura, si lleváramos el contagio de un hombre interior, de un hombre liberado, de un hombre interior que es el santuario de la divinidad, de un hombre que está a distancia de sí mismo, de un hombre virginal por el respeto de la Presencia divina que lleva en sí mismo, ¿quién rechazaría eso?

Debemos pus comprender la crisis. Compadecerla. Comprender que hemos llegado a un punto de cambio, que es necesario escoger. Debemos pues adherir a Jesucristo con todas nuestras fuerzas. No debemos volvernos al Antiguo Testamento como si fuera la perfección de la Revelación y como si la revelación de Jesucristo fuera inútil. Debemos admirar en el Antiguo Testamento que Dios haya consentido con tomar esas apariencias, entrar en diálogo con una colectividad. Debemos conmovernos y admirarlo, pero no detenernos ahí.

Una intimidad

Es Jesucristo el que nos importa. Es Jesucristo el zenit de la Revelación. Es Jesucristo quien nos introduce en el corazón de la libertad divina que es la revelación y la realización de la nuestra.

Por eso, finalmente, debemos volver a la intimidad con el Señor que nos habita, al silencio total e infinito de la persona de Jesús y que es una oportunidad, la única, de encontrar una verdad viva, una verdad definitiva y eterna. Y ahí es donde nuestra vocación llega a su cumbre.

¿Nuestra vocación? Es de ser el sacramento colectivo de una Presencia que es la libertad en su fuente, un sacramento de silencio en que toda la humanidad contemporánea recibe la atracción de la Presencia que es inútil nombrar si no la vivimos, pues solo la estropeamos, la desfiguramos, la limitamos y la hacemos odiosa. Debemos vivir esa libertad, vivir esa Presencia que es universal y en cada uno de nosotros, la vida de todo el universo.

Porque si estamos centrados en el Dios vivo, estamos en el centro de los demás. Es la única manera de llegar a los demás, de llegar a su intimidad sin violarla, es ir justamente hasta la raíz de nuestro propio ser, y en esa misma raíz es donde los demás se sumergen en el corazón de Dios.

Y en fin, todos somos uno. Podemos actuar sin proselitismo, sin indiscreción. Podemos actuar con los ojos bajos. Podemos actuar por doquiera, en todo el universo, en toda la historia, en todas las creaciones, en todo el pasado, en todo el futuro y en todo el presente, a condición de escuchar el llamado, a condición de estar afectados y fascinados, y debemos estarlo, por un amoroso, sin duda. El Dios que se revela es el Dios de la agonía y de la crucifixión, es un Dios, como decía Pascal, “está en agonía hasta el fin del mundo” y desde el comienzo, hay que añadir. Es un Dios que está totalmente comprometido en nuestra vida. Nosotros estamos materialmente enraizados en la creación, la cual está igualmente enraizada espiritualmente en nosotros. Dios no se puede expresar en la creación si nosotros no somos diáfanos, translúcidos a su Presencia.

Dios frágil y precioso puesto en nuestras manos

Eso debe hacer resurgir nuestro entusiasmo. Dios es infinitamente frágil e infinitamente precioso. Está totalmente puesto en nuestras manos. Cuando estamos en el combate, ante nuestros instintos, cuando somos presa de tentaciones, tenemos tentación de renunciar después del golpe. Podríamos hacerlo si solo se tratara de nosotros. Pero se trata inmediatamente de él. Él está comprometido, siempre, en todas nuestras relaciones con nosotros mismos, con los demás y con el universo. Siempre es él el que está comprometido. Entonces hay que salvarlo de nuestros límites, de nuestras tinieblas, de nuestros rechazos, protegerlo contra nosotros mismos, para que él sea más y más un Dios vivo y resucitado.

Creo que ese es el objetivo que alcanzaremos mejor en una fidelidad a toda prueba que vamos a pedir por la intercesión de la Virgen Inmaculada. Es el objetivo que alcanzaremos mejor en una fidelidad difícil y a veces heroica: Dios está totalmente puesto en nuestras manos. Jesús mismo nos lo dijo. Nos dijo de la manera más conmovedora y sencilla. Y si podemos retener estas palabras, podemos hacer todo este itinerario, podremos abrazar el mundo contemporáneo, podremos superar la crisis del cristianismo, podremos romper con la ambigüedad ancestral, podremos encontrar toda la integridad del rostro de Dios y podremos ayudarnos mutuamente, ayudarnos a cada hora del día y de la noche a dar testimonio del don infinito de la Presencia divina en nosotros, recordando simplemente que “el que hace la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre.” (Mc. 3:35).