22-25/02/2013 – La Iglesia


Notas inéditas del Sr. Masson de una homilía de Mauricio Zúndel un 22 de febrero, fiesta de la sede de san Pedro (sede de san Pedro en Antioquía).

El mandamiento supremo de Jesús: “Un mandamiento nuevo os doy, que os améis los unos a los otros como yo os he amado” (Jn. 13, 34)

Y la última oración de Jesús: “Que sean uno, Padre, que sean uno en ti, como tú y yo somos uno. Que todos sean uno en ti, como tú y yo somos uno” (Jn. 17,21)

Y porque la religión de Jesús es la religión de la caridad, la religión del Amor, Jesús solo podía concebir su obra como una fraternidad divina, salida de la paternidad divina.

No como una fraternidad humana basada en esfuerzos, ordenada por el hombre, no como una fraternidad humana fundada sobre cualidades humanas ante una ley establecida por ellos, sino como una fraternidad divina, fundada sobre la comunión interior de las almas en el mismo Dios, presente en lo más íntimo del corazón.

La religión de Jesús debía ser la religión del Padrenuestro. Era necesario que las almas dejaran de decir yo y que, al volverse hacia Dios llevaran al Padre celestial el homenaje de todos sus hijos, el grito que los reúne a todos en un solo impulso de amor: “Padre nuestro que estás en el cielo…

Jesús no podía concebir su obra sino como una fraternidad divina.

Pero como los lazos más profundos entre los humanos se expresan por relaciones visibles y manifestaciones sociales, la fraternidad divina, salida de la Paternidad Divina, debía manifestarse en una expresión sensible y dar lugar a manifestaciones sociales.

En fin, como la vida interior, la vida divina brota del corazón de Jesús y el lazo esencial es absolutamente indispensable para unificar a todos los hombres como un solo ser, como un solo haz de amor ante el Padre celestial, las relaciones visibles y las manifestaciones sociales solo podían ser el signo y sacramento de las comunicaciones interiores que constituyen la Comunión de los santos, y la fraternidad divina salida de la paternidad divina.

Entonces la Iglesia, para nombrarla, debía ser el Sacramento de Jesús.

Así como Jesús en su humanidad es el Sacramento de Dios, la Iglesia es el Sacramento de Jesús.

Y como Jesús quiere instruir a los hombres sobre los secretos del Padre a fin de llevarlos al Padre, la Iglesia quiere instruir a los hombres para conducirlos a Jesús, y como Jesús amaba a los hombres por el contacto de su caridad divina, la Iglesia quiere amarlos por la gracia de Jesús. Y es la misma actividad, la misma enseñanza, la misma gracia, la misma Presencia, la misma Persona.

Hijitos míos, no os dejaré huérfanos, volveré a vosotros” (Jn 14,18) – “Dentro de poco ya no me veréis, y poco después me volveréis a ver, pues no os dejaré huérfanos” (Jn. 16,16)

Y sabemos que estas palabras se realizaron allá, el día de Pentecostés, en el regreso misterioso de Jesús en lo más íntimo del corazón de sus apóstoles, cuando por primera vez, de manera definitiva y con un asentimiento infalible se dieron a él como al Verbo hecho carne. Su maestro está pues en medio de ellos, su maestro está en ellos. Ahora los envía, en la misión irresistible, en la llama del Espíritu, y ellos se levantan y le rinden testimonio: “No podemos dejar de decir lo que vimos y oímos” (Hch. 4,20)

No tienen otra respuesta, son sus testigos, son sus enviados, él está con ellos, hablan en nombre suyo y anuncian sus verdades con sus labios: “El Espíritu Santo y nosotros hemos decidido…” (Hch. 15,28) dicen ellos a la asamblea de Jerusalén, ya que actúan bajo la luz del Espíritu, en nombre del Espíritu. Más aún, actúan en Persona de Jesús.

Y ahora se va a realizar el encuentro decisivo de donde surgirá para nosotros la teología de la Iglesia, en el camino de Damasco; ahora va a ponerse al servicio de Dios una violencia de amor. Derribado por el Amor de Jesús, Saulo exclama: “¿Quién eres tú, Señor?” Hch 9,5 – “Yo soy Jesús, al que tú persigues

Sin embargo, Saulo no había visto a Jesús en carne. Había luchado contra la comunidad cristiana en que Jesús estaba vivo, atacando a los discípulos de Jesús. Herido en ellos, Jesús reivindicaba su identidad con ellos: “Yo soy Jesús a quien tú estás persiguiendo.

Y ahora el apóstol, habiendo hecho el encuentro decisivo, va a aprender de él lo que debe hacer para obedecer a la luz. Ese encuentro nos dará la luminosa teología de la Iglesia.

La Iglesia es el cuadro místico de Jesús, el término del que termina todo en todo.

La Iglesia, en fin, en una palabra, es Jesús mismo.

Debemos recordar esta identidad, pues ahí está todo el misterio de la Iglesia. La Iglesia es Jesús manifestado en el sacramento social que es justamente la Iglesia. Y lo que pedimos a la Iglesia no es más que la Palabra, la Verdad, la Presencia, la Gracia, el Amor, en fin la Persona de Jesús.

Y si atribuimos a la Iglesia, si creemos que la Iglesia es infalible, es justamente porque no queremos encontrar en ella una palabra de hombres, una orden militar en que los hombres están de acuerdo, sino solo la Palabra inmaculada que nos viene del Verbo hecho carne.

Y decir que la Iglesia es infalible quiere solo decir que ella nos da, no palabras humanas, sino la Palabra de Jesús, que ella nos pide, no creer en hombres, sino en Jesús: “No soy yo, es el Señor, y no hay que creerme a mí, sino al Señor.

Y si creemos en el poder infalible de los sacerdotes, es justamente porque pedimos a la Iglesia, no la santidad del hombre, sino la santidad de Jesús. Y lo que deseamos recibir de sus manos es la gracia de Jesús, sin que esté contaminada por la indignidad de sus manos y los límites de sus vidas.

La Iglesia es Jesús. Para nosotros, la Iglesia es una Persona: la Persona misma de Jesús.

Por eso nos sentimos infinitamente libres ante la Iglesia, libres con la libertad interior de los hijos de Dios entregados a la luz que los solicita del interior.

Somos libres porque no tenemos otro maestro que Cristo, ningún otro que el primer Amor que se volvió hacia nosotros, que fue crucificado por nosotros, que nos abre su corazón para que de él saquemos la vida divina.

A los de afuera, a tantas almas de buena voluntad, mejores que nosotros, a menudo mucho más dignas que nosotros, infinitamente más dignas que nosotros de beneficiar de los tesoros que mantenemos, puede parecerles que la Iglesia es algo terriblemente complicado y que para ir a Jesús hay que pasar en ella por un montón inútil de dogmas arrevesados que impiden las relaciones del alma con Dios.

Pero no es así, pues los dogmas son solo rayos de la custodia cuyo centro es Jesús. Y todos dicen lo mismo, todos buscan liberarnos de los obstáculos humanos, de los errores humanos, para que lleguemos con seguridad al centro y podamos alimentarnos con el alimento de la verdad en el corazón de Jesús.

Todos los dogmas tienden solo a una cosa: preservar la verdad del Evangelio y conducirnos con seguridad a la Persona y al Amor de Jesús. Por tanto, jamás buscamos en la Iglesia otra cosa que la Persona de Jesús – y en todos los decretos disciplinarios que buscan proteger la pureza del Amor de Jesús de la impureza de nuestras manos.

En la medida en que vivimos nuestra fe, no nos molestan, como tampoco molestan las reglas de cortesía a una persona bien educada: son cosas que vienen del interior, cosas que uno hace sin pensarlo, por decirlo así, cuando el alma está bien establecida en la fe y orientada de verdad hacia el Amor.

Y en fin, a tantas almas que quisieran entrar en la gran fraternidad católica, les parece que en la Iglesia reina una especie de tiranía humana y que es necesario soportar siempre el yugo humano, mientras que el yogo de Cristo es un yugo que libera, y que desea que el alma vaya hacia Dios en un impulso totalmente filial de amor lleno de confianza.

Y entonces uno se siente infinitamente libre, percibiendo a los hombres en la Iglesia como meros sacramentos de Otro que es Jesús. Aquí tenemos una doctrina admirable, la doctrina tan poco conocida de los sacerdocios cristianos, magníficamente resumida en las palabras mismas de la consagración que tenemos el honor de pronunciar cada día: “Esto es mi Cuerpo”. No Esto es el Cuerpo de Jesús, sino “Esto es mi Cuerpo”. ¿Qué sucede entonces, y qué significa el sacerdocio cristiano sino justamente la palabra de un hombre expropiado de sí mismo y revestido de Otro, para que ese Otro pueda decir “Mi” por su boca.

Ya no soy yo, es Cristo el que está en mí – ya no me pertenezco – soy de Él, para hacer su obra y es necesario que Él pueda decir: “Yo”. Y en efecto, por mis labios Él dice: “Esto es mi Cuerpo”.

Y eso es todo lo que pedimos al sacerdote, todo lo que pedimos a la jerarquía: que deje resonar ese “Yo” para nosotros, el Yo divino, el Yo que es un foco brillante de Amor. Que nos dé a Jesús.

No se trata de la Iglesia sino en la medida en que se trata de Jesús ; y deja de ser la Iglesia cuando ya no se es Jesús.

Y el hombre que ha pronunciado las palabras divinas, el hombre que era sacramento vivo de Cristo al decir “Esto es mi Cuerpo”, si al salir de ahí dice una mentira, su mentira lo condena. Ya sabemos quién es el padre de la mentira y sabemos que no actúa ahora como Cristo, como sacramento de Cristo, que es mentiroso, pero como hombre. Y entonces no tenemos ninguna obligación para con ese hombre pecador, sino la de orar para que vuelva a la luz del Amor.

Y así, en la Iglesia jamás estamos ligados con las faltas ni los errores humanos. Y el más alto obispo de la jerarquía en la Iglesia, el Papa mismo, en la medida en que no cumple la orden de Jesús, no es nada para nosotros, no es Cristo, no es sacerdote sino en la medida en que hace vivir la obra de Jesús y en que nos pone en contacto con la Persona, el Corazón y el Amor de Jesús.

Por eso somos libres más que en cualquier otro lugar, siempre libres del hombre, siempre libres de lo material, siempre libres de los ritos, siempre, porque justamente para nosotros todo el universo material, el del hombre, es transfigurado como signo a través del cual debe pasar la luz, la Presencia y la Persona de Jesús.

Por eso no creemos que la Iglesia es algo visible que se puede tocar con las manos, sino pensamos que la Iglesia, por ser Jesús, por ser la Persona de Jesús, el misterio de Jesús, es esencialmente intangible, como la realidad divina misma.

Salvo que hay algo que se puede ver, pero es un signo y cesamos de verlo cuando dejamos de percibir ese signo como pura transparencia que deja pasar los rayos de la divinidad.

Pilatos tenía sin duda delante de sí a Cristo en su humanidad, pero no se puede decir que veía a Cristo, al verdadero Cristo, pues no percibía su estatura invisible de Verbo hecho carne, lo cual era lo esencial.

Sólo tenía que atravesar la humanidad que es el camino para encontrar más allá la divinidad que es la verdad y la vida.

Así mismo, todas las almas que ven la Iglesia de por fuera, que se detienen en las apariencias, no ven la Iglesia ya que la Iglesia, lo repito, es el Sacramento de Jesús. Y para percibir la Iglesia se necesita la mirada de la fe.

Y se necesita mucho para que podamos escuchar las palabras de la Iglesia y comprenderlas a primera vista y sin preparación, como también para poder oír las palabras de Jesús cuando nos pegamos solamente a su significado material.

Sabemos que al dar testimonio de la Verdad y del Amor del Padre que deseaba hacernos sus hijos, Jesús encontró resistencias que lo llevaron a la muerte en la Cruz. Y sabemos que a pesar de dar testimonio de la verdad, y el testimonio más luminoso que nunca, en cierto modo, Jesús se declaró impotente. “Nadie puede venir a mí si mi Padre que me envió no lo ha llamado” (Jn. 6,44)

Para encontrar a Jesús, para que su mensaje fuera legible, para que la luz bajara de las cumbres, se necesitaba justamente la docilidad que da el Espíritu Santo, la luz interior que hacía legible el mensaje presentado al exterior.

Y así sucede con los dogmas y decisiones de la Iglesia y con toda su vida.

Y como un espléndido vitral, pero del que solo se percibe la luz por la luz interior, por la luz de la fe que lo ilumina y lo hace visible, justamente solo la fe, la fe viva es la que puede liberarnos de los límites y errores humanos.

Yo sé que el discernimiento es a veces difícil. Hay casos muy sencillos, por ejemplo, aquellos en que los hombres de Iglesia ejercen un poder sacramental del que sabemos que es infalible y eficaz. Y entonces, la fe no duda en abandonarse, en adorar la divina Presencia evocada en las palabras de la consagración.

Pero hay otros casos en que la sacramentalidad de los hombres de Iglesia es menos aparente y en que es más difícil discernir si se trata de Dios, pero qué importa pues la fe es una docilidad que le ofrecemos solo a Dios. Es imposible que la engañen mucho tiempo y que no lleguemos por fin a la fuente viva de la vida eterna que es la luz y el Amor de Dios en el Corazón de Jesús.

La Iglesia es pues Cristo, Jesús mismo, en el organismo social de la cual ella es el sacramento que lo representa y lo comunica, pero que solo tiene valor de signo transparente a los rayos de luz divina que buscamos en él.

Y por eso en la Iglesia es Jesús el que tiene razón y no nosotros; y si, tan indignos como seamos, tenemos que repetir las palabras de los apóstoles: “No podemos decir sino lo que hemos visto y oído” (Hch, 4:20), no decimos: “Tenemos razón y los demás se equivocan” sino que decimos: “Tiene razón Cristo, la luz divina, la luz del Amor que los llama a todos a la fraternidad divina, salida de la paternidad divina, que es la Iglesia”.

Y sabemos bien que las faltas de nosotros los católicos, de nosotros sacerdotes, son las que muy a menudo impiden a las almas percibir en la Iglesia la embajadora de Cristo. Y sin embargo, tenemos que decir con los apóstoles que así es.

Él nos ha enviado, tenemos una misión y ay de nosotros si no predicamos el Evangelio, si somos indignos, no hay que pedirnos además que traicionemos la verdad y la gracia de Jesús, y lo ocultemos a las almas sedientas que lo buscan.

No tenemos razón nosotros sino Cristo, en y a través de nosotros, y a menudo a pesar de nosotros.

Así, cuando decimos que no puede haber iglesia fuera de la Iglesia, es decir que no puede haber unidades fuera de la Unidad, y unidades constituidas contra la Unidad, lo decimos sin orgullo; al contrario, lo decimos con el sentimiento más profundo de indignidad, de nuestras faltas y errores que a menudo cierran el camino a hombres infinitamente más dignos que nosotros de poseer la luz, la gracia y el Amor de Jesús.

Puede haber agrupaciones fuera de la Iglesia, agrupaciones de almas de luz. Puede haber voces proféticas en ciertas personalidades que dirigen a los demás hacia la luz, pues finalmente Dios no rehúsa a causa de nosotros la luz a las almas de buena voluntad.

Pero no puede haber iglesias fuera de la Iglesia ni unidades fuera de la Unidad o contra la Unidad.

Jesús solo pudo desear una Iglesia, pues solo pudo desear una caridad, una fraternidad divina fundada en la paternidad divina.

Esto es mi Cuerpo, esto es mi Sangre”. Para terminar, ¿qué es la Iglesia sino el misterio de la gran dimisión? Como el misterio de la Encarnación realiza en la Persona de Jesús la dimisión total del yo humano que estalla bajo la invasión de la divinidad.

Como Jesús no tiene yo humano, como el reino del yo está enteramente abolido para que se afirme eternamente el reino de Dios, así la Iglesia que es la extensión social del misterio de Jesús desea establecer en nosotros la gran dimisión de la fe y la caridad que rompe el egoísmo con la luz y la gracia de Cristo, a fin de que Dios pueda decir Yo por medio de nuestra vida.

Y a propósito, yo sé que estamos muy lejos de ser puros sacramentos de la divinidad. Y sin embargo, esa es nuestra vocación de cristianos, esa es nuestra vocación como miembros de la Iglesia formada por todas las almas bautizadas.

Los que se han entregado a la luz y los que reciben la gracia de Jesús, todos debemos ser testigos. Y no solamente deben ser testigos de Cristo los sacerdotes, los que llevan este nombre, como mediadores entre Dios y los hombres, sino todos los cristianos que, en virtud de la gracia misma de su bautismo, han sido revestidos de Cristo, para que la persona de Jesús se manifieste en ellos, y si hay algunos consagrados especialmente para ser sacerdotes, eso es justamente para que todos los demás, gracias a la infalibilidad del Sacramento, sean preservados de los errores, de las faltas y los límites de los hombres.

Ser sacerdote no significa estar por encima de los demás, en la cumbre del orgullo humano, sino al contrario, ser expropiado de sí mismo, vaciado del yo, a fin de que Jesús pueda expresarse en nosotros, que su YO resuene a través de nuestros límites y Él pueda darse a todos los hombres a pesar de nuestros errores y faltas.

Así es la Iglesia; el misterio de la Iglesia que es la expansión del misterio de Jesús, el cual es la proyección del misterio de la Trinidad en el tiempo. Misterio del Amor: en la absoluta difusión de la vida divina, en el triple foco de altruismo subsistente que es la vida de tres Personas.

Misterio del Amor en el Corazón de Dios.

Misterio del Amor en el Corazón de Jesús.

Misterio del Amor en el corazón de la Iglesia.

El mismo misterio, el mismo misterio del Amor, el mismo misterio de la paternidad divina que hace brotar del corazón un solo grito de confianza y amor: ¡Padre, nuestro!

Así debemos penetrar en el misterio de la Iglesia, ver al Padre como una Persona, como la persona misma de Jesús, como el misterio de la liberación perfecta y de la dimisión suprema que tiende a liberarnos del yo, a fin de que podamos ser colmados por la plenitud de la luz, de la verdad y de la caridad divinas, y que podamos repetir con Jesús la oración que da sentido a nuestra vocación bautismal, y que hoy especialmente, en este día de la sede de san Pedro, debe brotar de nuestros corazones con nueva fe, con esperanza más vibrante y caridad profunda:

Padre, que todos sean uno en nosotros, como Tú y yo somos UNO.