17-25/01/2013 – El encuentro del hombre.


3ª conferencia de René Habachi en St-Wandrille -:

René Habachi (1914-2003), amigo de Mauricio Zúndel, profesor de filosofía, escritor y antiguo director de la división de filosofía en la UNESCO. Tercera conferencia a las benedictinas de la abadía de Saint-Wandrille, en Alta Normandía, en 1982. La primera conferencia la publicamos en noviembre y la segunda en diciembre de 2012.

 

El encuentro del hombre

 

Esta mañana termino el segundo tema, intitulado « La dinámica humana », y después de terminarlo pasaré a otro tema que será « El encuentro del hombre ».

Estos títulos no deben atribuirse a Zúndel que habría probablemente escogido otros, pero son simplemente más cómodos para articular mejor el itinerario que trato de recorrer.

Vimos ayer dos caminos convergentes que alimentan el crecimiento del conocimiento en cuanto humano, es decir desarrollando en el hombre la posibilidad de hacerse yo origen, es decir, creador y fuente. Y habíamos dejado para esta mañana el tercer vector convergente, el de las relaciones interpersonales.

Evidentemente, en la manera como Zúndel describió las exigencias del arte y la ciencia, las tomó en su perfil más agudo. Raros son los sabios y los artistas que corresponden a ese perfil. Pero, hablando del hombre, por qué no referirse, no a la medida más estrecha sino a la más amplia y elevada, según el título tan bello del libro de Esteban Zweig, “Las noches estrelladas de la humanidad”. Entonces, para hablar del hombre, hay que considerarlo en sus noches estrelladas, es decir, tomarlo donde parece haber llegado a algo, y del mismo modo se puede hablar de las relaciones interpersonales.

 

La Belleza, la Verdad eran experiencias incoativas, bosquejos de experiencia del encuentro del polo interior que viene a sostener la emergencia de nuestro propio “yo”, en nuestro “yo” auténtico. Pero las relaciones interpersonales son sin duda la vía privilegiada. Porque el conocimiento es ahí más profundo. Ahí es donde el hombre se compromete en su totalidad, ya que se trata del encuentro de un ser humano con otros seres humanos.

Por eso se puede decir que las relaciones interpersonales son ante todo trans-objetivas, trans-objetivas porque se llega al otro ya no como objeto sino como sujeto, como interioridad. Y pues solo conocemos en la medida en que amamos, y no conocemos sino en la medida en que somos nosotros mismos. En ese momento, el conocimiento se hará en el cruce de dos interioridades y en la medida en que cada uno estará presente a la suya y en apertura total, habiendo salido de sus límites, el encuentro tendrá sentido y la relación interpersonal se realizará.

Es pues necesario ir a ella con la totalidad del propio ser. Y mientras más riqueza humana, propiamente humana, tengan los interlocutores en sí mismos, más se sellará el encuentro en el más profundo nivel. Pensemos por ejemplo en la imprudencia que consiste en admitir como psicoanalistas a especialistas de cierto método que no tienen toda la estofa humana, que no tienen la experiencia espiritual que podría tener el cliente.

Yo sé que metódicamente se pide al psicoanalista que esté silencioso, que escuche, y que sepa escuchar para detectar los puntos o las palabras o imágenes sobre las cuales va a orientar el discurso del cliente, para despertar en él todo su pasado. Pero esa escucha, que pretende ser pasiva y es activa a pesar de todo ya que orienta en tal o cual dirección, tendrá que hacerse decididamente activa cuando se trate de la terapéutica. Habrá que comprometer al que viene así a revelar sus profundidades. Habrá que comprometerlo en tal o cual dirección.

Y entonces, si el psicoanalista no tiene la riqueza interior del que viene a confiársele, es como las relaciones que se pueden establecer entre el confesor y el que viene a reconciliarse consigo mismo y con Dios. Si el psicoanalista no tiene toda la riqueza interior y mucha más todavía, toda una humanidad que abunda en su interior, ¿cómo podrá comprender los resortes profundos del que le habla, y cómo podrá orientarlo hacia tal o cual camino? Puede literalmente paralizarlo o pervertirlo en su orientación, según su manera de escuchar y según sus intervenciones.

Quizá leyeron la novela de María Cardinal, « Las palabras para decirlo », en la que, según parece, cuenta su propia experiencia psicoanalítica; se trata de una mujer que, teniendo dos hijos, comienza de repente a tener pérdidas de sangre muy frecuentes que llegan a ser cotidianas. Y mientras más se angustia por su situación, más se acentúa la hemorragia, tanto que ya no puede salir de casa, salir de su pieza, pues eso puede sucederle en cualquier momento, y su estado se vuelve cada vez más patológico. Consulta médicos que no comprenden nada y que no saben qué aconsejarle. Piensa finalmente en ver un psicoanalista y éste, del que ella habla poco, tiene la sabiduría de escucharla y no hacer sino escucharla. Ahora bien, desde la primera visita al psicoanalista, las pérdidas de sangre se detienen. Pero ella tiene la misma angustia, sigue inmovilizada en casa, ya no puede hacer nada, no puede entrar en contacto con nadie.

Y su psicoanálisis continúa por dos años; en todo, pasó cuatro años yendo donde el médico. Ella cuenta su historia, examina su pasado con esfuerzos de memoria realmente dolorosos, deteniéndose a veces de repente y con bruscas irrupciones en la oscuridad de su pasado, y finalmente un día haciendo confidencias llega a descubrir el acontecimiento perdido en cierto punto de su pequeña infancia en que escuchó a su mamá que le decía que había hecho lo posible por abortarla pero no lo había logrado. Y eso parece haber sido la luz que iluminó todo lo demás, pues a partir de ese momento, a partir del momento en que reconoció ese choque, ese traumatismo, en que le rehusaron la existencia, en que nació contra la voluntad en cierto modo. Y sentirse rechazada en su ser es quizás una de las experiencias negativas más terribles. Eso va más lejos que el odio, o los celos, o la violencia, pues es un rechazo en la raíz misma de la existencia.

A partir de ese momento parece que su vida se apacigua, vuelve a tener actividades, obtiene un empleo, logra pagar a su médico y su vida se normaliza. Pero la normalidad habría podido ser solo provisoria si el médico se hubiera detenido ahí, si no hubiera tenido experiencia espiritual infinitamente más profunda, porque todo no está en reconocer ese punto débil del pasado donde empezó un traumatismo que cambiaría los comportamientos más normales. Pero es necesario encontrar solución para superar el choque. Si el médico no la hubiera sostenido para llegar a ser ella misma, ella no habría podido hasta ir un día al cementerio a orar sobre la tumba de su madre. Y ésa era la verdadera superación de ese choque del pasado. Le habían rehusado el ser, pero era necesario que ella llegara a una sobreabundancia de ser que llenara el vacío provocado por el rechazo de su madre. En cierto modo, tenía que dejar de ser deudora y hacerse acreedora de su madre. Ella tenía que dar la existencia que le habían negado, poder ofrecerla ella misma.

Pero entonces, para eso justamente, para que se realice un encuentro interpersonal, es necesario que los interlocutores estén a un nivel de profundidad y de experiencias humanas y espirituales extremadamente ricas. Y muy a menudo además, en los diálogos de las generaciones, eso es lo que está en juego. No está dicho que los hijos no deben restablecer el lazo de filiación que los padres no respetaron desde el punto de vista de su propia paternidad.

La vida se nos presenta como proposición y a nosotros nos toca llenar los vacíos del pasado; de cierto modo, hacernos padres de nuestros padres y re-engendrarlos mediante el crecimiento de nuestra propia existencia.

Para que una hija pueda decir un día a su madre: “Mamá, tu naciste de mi corazón”, lo cual es un momento maravilloso, un éxito, “Si tuviera que escoger mamá, ésa sería la que yo me inventaría, tú naciste de mi corazón”. Pero ese caso es excepcional. Por un caso así, donde hay que llenar vacíos, poner su parte para restablecer el lazo profundo de filiación y de paternidad.

Quizás habría que recrear una historia al revés, en que los últimos nacidos de la historia deben restaurar, hacerse finalmente padres y madres de toda la historia. Y podría suceder entonces que el último hombre de la historia sea el primero. 

¿Esta relación trans-objetiva sería entonces subjetiva? Sería subjetiva si en un encuentro se tratara de proyectar su “yo” y su propio deseo sobre el otro y de imaginarlo como uno lo deseara. Eso sería el encuentro de dos yo prefabricados, en que el uno sería víctima del otro. Y entonces no habría encuentro, no habría relación interpersonal, y habría choque. Y de tal choque sólo pueden resultar generalmente catástrofes.

Pero este encuentro es el más subjetivo en la medida en que se concibe que es el más despegado de sí mismo, y por lo mismo verdadero sujeto, el cual es al mismo tiempo el más objetivo. Nunca somos más objetivos que cuando somos desinteresados. No solo desinteresados de la situación, lo que no es posible, sino desinteresados de nosotros mismos, desposeídos de nosotros.

[Índice de grabación: 14 ‘ 48’’]

¿Cómo comunicar con una persona sin ser uno mismo persona? ¿Y cómo entrar en contacto con una libertad sin estar libre de sí mismo? 

Kierkegaard, el padre del existencialismo, que llevó el existencialismo a lo más abrupto de sí mismo, habla de esta relación de conciencias diciendo que se trata de “la proximidad infinita en la distancia infinita”. Es decir, en la medida en que una conciencia se abre al infinito puede acercarse más a otra conciencia. Es decir que los encuentros humanos pasan siempre por el centro, por un punto infinito.

El encuentro no resulta de la proximidad física, ni de abrazos y besos sino de lo que pasa de interior a interior, de una interioridad abierta a todo el espacio abierto delante de la otra interioridad. Y así es como se deben entender las palabras de Mounier en su librito “El personalismo”: el camino más corto de mí a mí mismo pasa siempre por el otro”.

Precisamente porque el otro es para mí tanto la ocasión de superarme, de desasirme de mí mismo y de ser atención y vigilancia de mis propias posibilidades y no sólo de mi yo prefabricado, tanto que me revela los recursos que no sabía que tenía. No se trata de hacerme impersonal, sino al contrario, es el momento en que uno es más singular y personal ya que pone a disposición del otro todo el capital posible de desasimiento. Capital que no habríamos descubierto precisamente sin la presencia del otro. Nunca somos más nosotros mismos como estando en comunidad.

No sé si conocen este agradable cuento chino. Parece que los convertidos chinos son, o eran, muy buenos y fervorosos cristianos. Y era pues un chino que murió y llegó al paraíso y evidentemente lo acogió san Pedro. Y antes de acceder al paraíso le pidió un favor… (¿Conocen el cuento, no?), le pidió un favor. “Qué otra bobada será?” se pregunta san Pedro. “¿Qué será lo que me va a pedir?” El chino quería ver algo del infierno antes de entrar al Paraíso. Es evidentemente algo curioso y mórbido. De todos modos, lleno de bondad, san Pedro le dice: “De acuerdo, venga conmigo”. Y abre la cortina del infierno y le dice que mire por la hendija. ¿Y qué ve el chinito? Una maravillosa sala de banquetes, con mesas ricamente servidas, y como se trata de chinos, en las mesas hay tazas con arroz, y todos comen arroz con chuzos chinos, pero todos los rostros están crispados a pesar de la belleza de los vestidos y de los manteles y de los cubiertos de plata, todos los rostros están crispados como torturados por algo que los roe del interior, porque para comer el arroz tienen palillos de dos metros y mientras llega a la boca, el arroz se cae, y están muriendo de hambre en medio de la riqueza.

Entonces el chino dice: “¡Cierre la cortina, ya entendí! El infierno es un deseo infinito siempre insatisfecho. Es una nostalgia permanente, una sed implacable”. Y le dice: “En esas condiciones, lléveme rápido al Paraíso”. Y san Pedro le abre la cortina, y ve la misma sala de banquete, las mismas mesas, los manteles igualmente hermosos y los vestidos de los comensales iguales de ricos y las mismas tazas de arroz, y los mismos palillos de dos metros. Pero los rostros que ve están todos sonrientes porque todos se sirven de los palillos para alimentar al vecino del frente. Y así, el camino más corto de mí hacia mí mismo pasa siempre por el otro.

Si queremos hacer un análisis más profundo, pensemos en lo que dice Gabriel Marcel sobre la disponibilidad. ¿Qué significa en verdad ser disponible? La indisponibilidad es la cualidad del que está tan lleno de sí mismo que no tiene lugar para el otro en sí mismo. Es indisponible porque su “yo” está lleno de preocupaciones, de todos sus problemas y deseos, de todos sus proyectos muy serios, de toda su moralidad, pero está tan recargado que está obnubilado por su “yo”. Y por eso cuando vienen a verlo, sienten que estorban, tienen la impresión de que les quitan tiempo a su existencia para ponerlo a disposición de, y sentir que uno tiene deudas con alguien impide la espontaneidad y el encuentro, claro está.

Cuando vamos a ver a un enfermo en un hospital por deber, por compromiso o porque prometimos y hay que cumplir, y que él siente de repente que vinimos de carrera y que… Pero piensa en seguida: “Mejor que no hubiera venido”.

Estamos tan llenos del “yo” que el encuentro es imposible. Es disponible el que se desase de su “yo”; y aquí habría que hablar del yo prefabricado, pero creo que hay una relación entre el análisis de Marcel y el de Zúndel y que hay de seguro un paso; se ha encontrado una carta de Marcel a Zúndel. Y en la disponibilidad reconoce Marcel un signo de la existencia de la libertad en alguien.

Porque la libertad no se demuestra. No demostramos a nadie que somos libres. No se trata de malabarismo ni de tentar lo imposible, no se trata de superarse al máximo. Es quizás un simple acto de voluntad ordenada y no de libertad.

La libertad se muestra, no se demuestra. Se vive, es una experiencia. Y un ser libre generalmente no sabe jamás que es libre. Porque bastaría que se mire a sí mismo y tome conciencia de que es libre para volverse objeto, cerrarse sobre sí mismo, y la libertad queda atascada. Los seres más libres son los más sencillos, los menos conscientes de sí mismos. No tienen la frente crispada ni una apariencia austera; simplemente, son; son sonrientes, están dados. Están dados, esa es la palabra, en el sentido de que no están ocupados consigo mismos, están en estado de oblación hacia.

Así en las familias antiguas hay esclavas que son encarnación de la libertad. Nunca pensaron decir: “Yo necesito tal cosa… yo…” Les piden que cuiden a un enfermo, que se levanten temprano para arreglar el salón, el comedor… Piensan en el joven ausente y a lo que le gustaría cuando regrese, etc., etc. Están totalmente dadas; no tienen historia, no tienen historias.

Y en eso precisamente se reconoce la libertad: en ser disponible. Zúndel recuerda las palabras de Sartre en Las manos sucias, en que un proletario a quien le hacen justicia no está contento a pesar de ello. Y le dicen: “¿Querías tu pitanza, verdad? pero también algo más” ¿Qué es ese “algo más” que deseaba y no recibió? Era precisamente una atención para con él mismo como hombre, y no solo como boca por alimentar. Es más, es lo que Gueheno mira cuando dice:

“¿Qué importa que nos den la felicidad si nos rehúsan la dignidad?”

La intimidad de un ser y su dignidad no se dejan tratar como cosas. No se manipula la intimidad de los seres. Y tener el honor de ser acogido en una intimidad implica que dejemos la curiosidad a la puerta. Toda mirada sería inadecuada; toda gula, un golpe, una herida. ¿Qué hay más delicado que una interioridad que se abre? Es lo más frágil que existe. Toda indiscreción podría herirla. Solo podemos ser acogidos en una intimidad con la mirada baja, dirigida quizás sobre la propia intimidad, es decir, una mirada abierta a todo el espacio infinito que cada uno lleva dentro. Y quizás es por eso que los seres más libres de sí mismos son siempre para nosotros los que más liberan.

No son desde luego los inquisidores y los controladores, entonces toda estrategia es vana y no se puede jugar sobre los dos tableros. Toda estrategia podría suscitar rebelión por abuso de confianza. Y hay quienes, por costumbre, llegan a ser maestros en el arte de parecer liberados y de tener sin embargo una mirada y preguntas de curiosidad. 

Pero no se trata de simular la disponibilidad o la libertad de sí mismo, sino de ser.

¿Y cómo respetar una intimidad si no se respeta la propia, si se viola la propia intimidad?, nuestra intimidad es tan inviolable y tan vulnerable. No tenemos derecho de dejarnos tratar como cosas. Y el que se trata como cosa y quiere a pesar de ello darse un aire disponible es necesariamente llevado a mostrarse tarde o temprano, porque tratará a los demás seres como cosas, ya que él mismo, a su mirada, está reducido a ese nivel. Y al mismo tiempo, cuando uno se manipula a sí mismo, pierde el derecho a reivindicar de los demás la dignidad, el respeto y la dignidad. Pierde el derecho porque se ha endurecido en pura exterioridad. ¿Por qué exigir honores si no honramos en nosotros el otro que llevamos dentro?

Ahora bien, la interioridad y sus corolarios, la dignidad y la libertad, representan el bien común de la humanidad. Es el mismo bien común, y ése es el fundamento de toda igualdad. Todo lo demás es accidental y adquirido por la historia. Pero lo único que sea verdadero bien común de todos es la dignidad, la intimidad inviolable, el espacio a partir del cual una conciencia puede sobrevolarse a sí misma y hacerse fuente.

[Indice de grabación: 29 ‘ 38’’]

Por eso el gran desorden de las relaciones internacionales, las descolonizadas, los refugiados, los prisioneros, el Tercer mundo; todos los que se quejan del paternalismo o del colonialismo o del imperialismo, todos ellos lo hacen en parte a justo título, hay una raíz muy válida y que es además la única válida y es que los tratan como cosas de las que pueden disponer, y no como fuentes potenciales.

Es también el combate de las mujeres de hoy contra la falocracia masculina, que consiste en rehusar ser la imagen proyectada por una sociedad viril, de dominancia viril. Evidentemente, en la medida en que el feminismo no hace sino reaccionar contra el virilismo, vamos de un extremo a otro, oponiendo un yo prefabricado a otro “yo” que se está prefabricando en función dialéctica, en oposición al otro. Pero se vuelve difícil para una mujer volver a descubrir qué es en verdad la feminidad. 

Ahora bien, el respeto de ese bien común es lo único que puede crear un clima respirable en una vida de sociedad. Conocemos la diferencia que hay entre masa y sociedad. Todos nacemos en masa, como gotas de agua, solos absolutamente cada uno como células cerradas sobre sí mismas. Todos nacemos en masa y tenemos que entrar en sociedad. Y entramos en sociedad en la medida en que entramos en nosotros mismos. Porque la relación social se establece adentro desde adentro, y no por la periferia.

En cuántas familias, en cuántas comunidades se vive absolutamente solitario, sin darse cuenta de los problemas del hermano, o la hermana, o de los vecinos. Pero tanto en un grupo en marcha y que crea los mismos eslóganes y reivindica los mismos derechos, más a menudo cada uno reivindica para sí mismo y de hecho su causa es idéntica a la de los demás. Pero cuando lo satisface, se desinteresa inmediatamente de los demás. Y no es el mismo grito, el mismo eslogan lo que hace el estado de sociedad. Es quizás una masa en marcha.

¿Cuánto tiempo entramos en sociedad en un día? ¿Y con qué frecuencia vuelve cada uno a caer en masa, en su aislamiento?

El filósofo español José Bergamín, hablando del artista dice en alguna parte: “La soledad del artista no es la de una isla sino la del océano”, es decir que la soledad está abierta a la comunidad, a la totalidad.

En las relaciones interpersonales hay casos más singulares, digamos privilegiados, pero privilegio tremendo. Cuando dos seres se hacen valor uno para el otro, el lazo social que los une respira el amor. Y esto vale tanto para la amistad como para el amor, pues en el fondo se trata de la misma naturaleza. Creo que Tomás de Aquino distingue entre el amor, o al menos los reúne los dos bajo la palabra amor, pero los distingue hablando de amor de amistad y amor de concupiscencia. La palabra concupiscencia tiene olor de Edad Media, pero significa simplemente que es un amor que atraviesa la espesura del deseo. Pero en verdad, todo amor de concupiscencia o de amistad, todo amor es virginal cuando viene del espíritu y busca solo el crecimiento de la interioridad del otro.

Sabemos muy bien que hay paternidades espirituales infinitamente más profundas que muchas filiaciones naturales. Pues justamente son engendros de adentro, a partir del espíritu, a partir de la virginidad del espíritu. Porque la virginidad viene del espíritu e irradia luego sobre los cuerpos, atraviesa los cuerpos. La virginidad viene del yo-fuente, y evidentemente no del yo-prefabricado.

Y evidentemente, la sexualidad es aquí sólo una ceba entre yo-prefabricados para invitar a la cooperación de dos yo-fuentes en crecimiento. Lo que colma de verdad a los amantes no es cuando recaen en su yo prefabricado, con sus deseos y satisfacciones, sino lo que los colma es cuando llevan su biología y todos sus encantos en el fervor de su yo fuente, abiertos ambos hacia un espacio de generosidad y de don recíproco en que cada uno se hace libertad para el otro. Y en que ese espacio se abre para acoger su vocación, y no solo en el momento presente, sino para acoger la vocación, es decir, su porvenir, la dimensión del futuro que los espera y en que además, su amor se abre a la familia, a la comunidad, y finalmente engloba el mundo.

Entonces todo amor es eclosión de nueva riqueza para el universo y no interesa solo a los que se imaginan estar solos en el mundo, como decía la canción de post-guerra: “Los enamorados están solos en el mundo”. ¿Verdad? Se miran apasionados besándose a la sombra de un árbol y nada existe alrededor, ni el ruido de los trenes, ni los curiosos que pasan, están perdidos, los ojos en los ojos uno del otro, ¿cierto? Se imaginan solos en el mundo y es muy conmovedor. Pero en realidad, su amor podría muy bien ser la eclosión de una nueva riqueza para todo el universo, en la medida en que, precisamente, no se dejen perder solos en el mundo, no se dejen ahogar en su yo prefabricado, sino que abran en sí mismos la posibilidad del yo origen.

Entonces, ahí sería necesario recordar de nuevo la definición que da Zúndel de la persona. Ayer decíamos que la persona es la manera única como cada uno, apoyándose sobre sus determinismos, realiza su interioridad y su generosidad.

Y observen que la vocación de la persona es la misma respecto a sus relaciones interpersonales, para el problema de toda sexualidad y homosexualidad. Se habla mucho de eso ahora, imaginando que se trata de un problema particular, de la homosexualidad, pero cuando se trata de homosexualidad auténtica, no adquirida por hábito, y por tanto en cierto modo imposible de erradicar, que hace parte del yo prefabricado, el problema es exactamente el mismo que para las sexualidades normales. Es además el mismo problema para los casados que para los célibes, para los que hicieron voto de castidad y para los demás. Es exactamente el mismo problema. A partir de los determinismos que condicionan la vida de cada uno, se trata de llevarlos a una apertura en que la verdadera virginidad y el verdadero amor nace de adentro, del espíritu, del yo origen.

La única castidad digna de este nombre es la de salvar el espacio infinito en sí mismo y en el otro. Espacio infinito que tendrá pronto nombre para Zúndel, pero que él prefiere mantener en silencio hasta nueva orden.

Utilizó con frecuencia la expresión “respirar el amor”: las relaciones sociales pueden “respirar el amor”. Y no es por romanticismo ni por estilo sentimental y vago que habla de “respirar el amor”, sino porque el amor, lo mismo que la belleza y la verdad, jamás los alcanzamos. Es un polo interior jamás alcanzado, siempre deseado. El amor, al igual que la belleza y la verdad, es metafísico. Invita los yo-origen a despegar de sus raíces para llegar al infinito de sí mismos. Y como se trata de intercambios entre personas, el polo infinito de cada uno sólo puede tener un rostro personal, infinitamente más personal que el de la Verdad y la Belleza.

Han observado que al final de estos tres vectores llegamos siempre a un tercer término. Pues existen la obra de arte y el artista o el admirador, y luego la Belleza. Existen el mundo y el sabio o el filósofo, y la verdad. Existen las personas y el amor. En todas partes hay un tercer término que Zúndel llama a veces un X misterioso. Y el hombre pasa de su yo biológico y posesivo a su yo fuente u oblativo, en la relación con ese tercer polo, relación que finalmente lo constituye. En esta relación sin la cual todo lo que hace el hombre en cuanto hombre quedaría sin fundamento.

Ese tercer término es pues de verdad el fundamento de la persona que hemos definido como relación-con. Él mismo es una especie de relación, es un ser relacional.

¿Existe ese tercer término?

Si existe, deberá ser a la vez Verdad, Belleza y Amor. En todo eso, tiene rostro de persona, lo cual significa que debería ser personal de verdad para hacer madurar en nosotros el movimiento de personalización. Debería ser espíritu para liberarnos del peso de la materia y abrir ante nosotros el espacio del espíritu. Debería ser sin frontera para permitirnos superar sin cesar nuestras fronteras. Debería ser total desapropiación para permitirnos desapropiarnos del “yo”. Dicho de otro modo, debería ser Pobreza, ser pobre de sí mismo, para llevarnos a despojarnos del “yo”, ser pobre de sí mismo para llevarnos por fin a despojarnos de los “yo” y a surgir en el lazo que nos une con él.

[Índice de grabación: 44 ‘ 45’’]

Pues solo existiremos si hacemos existir la relación. Tomará consistencia en la misma medida de nuestra presencia. Dicho de otro modo, sólo nos hacemos siendo don. Y, en fin, el polo interior de rostro personal debería ser toda relación con el otro, su “yo” en cierto modo, debería ser su relación con el otro, para fundar la relación con el otro que nos constituye.

Él es el que podrá decir de últim manera: “Yo es otro”. Pues no tendría “yo” sino en la medida en que se da. Y proporcionalmente, no accedemos al verdadero “yo” ni nos hacemos sujeto y fuente sino en la medida en que nos damos a él.

En último análisis, debería ser origen para alimentar nuestras posibilidades de ser origen.

Ahora bien, con eso sueña el hombre cuando dice: “Si hubiera dioses, ¿cómo podría yo aceptar no ser dios?” Y es Nietzsche.

Contra lo cual escuchamos ayer en el evangelio de san Juan el escándalo de los judíos ante las palabras de Jesús que decía: “Seréis como dioses”. Se enojan conmigo porque les dije: “seréis como dioses”. Pero en verdad es el sueño de todo ser humano, hacerse dios. Es decir, hacerse origen, fuente, creador de un mundo. Y él sabía muy bien que si el espíritu del mal tentó a nuestros primeros padres diciendo: “Seréis como dioses”, estaba manejando la cuerda más sensible. O el hombre se hace dios, o vuelve a la nada.

Hagamos ahora una especie de pequeña pausa metodológica observando que la dialéctica de Zúndel ha crecido con una nueva articulación.

La primera articulación estaba marcada por la pareja dialéctica yo-prefabricado y yo-origen u oblativo. En el interior del yo oblativo ha aparecido una nueva pareja dialéctica, el yo-origen en tensión con la oblación en persona. Y al mismo tiempo, hemos pasado de afuera a dentro.

Vamos a ver continuar esta dialéctica, pero en verdad no podemos reconstituirla sino después, como si con la primera pareja dialéctica se tratara de tomar impulso a partir del mundo, a partir del yo prefabricado y en la segunda, de elevarse en interioridad, como un ave que sería solo vuelo.

Y este puede ser el secreto del canto gregoriano. Llevar la voz cerniendo vuelo sobre el universo de la interioridad, impedir en cierto modo que el que canta vuelva a caer en su yo prefabricado. Lo lleva en estado de oblación, en estado de alabanza, más allá de sí mismo. Es una disciplina pues no se trata solo de cantar, sino, como se aprende en todas las casas benedictinas, toda la vida se convierte en un salmo cantado en gregoriano.

Sea como fuere, aquí estamos en cierto modo esperando el tercer término como esperando una revelación. ¿De dónde podrá venir? ¿Dónde encontrarlo? No hay que llevarlo de modo extraño al hombre. El hombre solo puede interesarse por lo que emana de él mismo. ¿Pero sería solo hombre en devenir, o sería también entonces la respuesta? ¿Podría desempeñar la función de tercer término que es el fundamento de nuestro nacimiento a la vida propiamente humana?

Es quizás el momento de completar la definición que da Zúndel de la persona, con esta otra definición que se verificará más y más en adelante: “La ontología de la persona se termina en mística de la unión transformante”. Eso dice en “La Pierre Vivante” (La Piedra Viva), en la página 86.

Ahora, aunque estamos al final de nuestro encuentro, nos quedan todavía unos minutos y yo quisiera abordar el tercer tema anunciado, el encuentro del Hombre.

En resumen, todo sucede hasta ahora como si el hombre fuera una revelación implícita en espera de una revelación explícita, sin la cual no existiría finalmente como hombre y que, finalmente, es su secreto. ¿De dónde puede venir esa revelación explícita? Zúndel imagina difícilmente que una revelación pueda caerle al hombre de lo alto, como una capa de plomo sobre los hombros, revelándolo a él mismo a pesar de él. Zúndel no ve cómo podría surgir de una fuente extranjera al hombre. E insiste además en decir que no se trata de una aparición o revelación. Si la revelación existe no necesita aparecer sino transparentar, a partir de la experiencia humana; es una especie de correr un velo de lo que estaba oculto. Por eso no estaría de acuerdo con el teólogo protestante Karl Barth cuando dice: “Lo finito es incapaz de infinito”. No estaría de acuerdo porque aun el rechazo de infinito implica una especie de presentimiento de lo que podría ser el infinito. Porque para negar, hay que conocer. Entonces, si existe revelación, no puede situarse en la línea de una bajada, sino de una subida a partir de la experiencia humana. Será pues al mismo tiempo inmanente y trascendente. Inmanente por asumir todas las raíces del hombre y trascendente porque lo revela a él mismo más allá de sí mismo. Es un polo interior más allá de nuestra interioridad. Es en cierto modo una inmanencia que se refiere a una trascendencia.

Es la distinción que encontramos entre las nociones de acontecimiento y advenimiento. Un acontecimiento se sitúa en la línea horizontal de la historia. Nace de la inmanencia y pertenece a ella. Un advenimiento se encierra dentro del acontecimiento. Y es, de repente, una promoción del ser, una especie de nueva primavera metafísica.

Es por analogía que se puede hablar del advenimiento de un reino. Pero esperamos de él justamente que todo mejore, que todo florezca, que el año sea abundante y las cosas se arreglen mejor, que la justicia se reparta mejor.

Esperamos pues de él una verdadera promoción del ser, pero eso es por simple analogía, desde luego.

Si la carta de un novio a su amada cae en las manos de un tercero que la lee como simple acontecimiento, ríe de ella porque es absurdo lo que dice en ella, pues no tiene consecuencias, eso le pasa por un lado. Pero si se trata del enamorado que descifra la carta, a través de las torpezas de las palabras y el lenguaje ve otra dimensión. A través del acontecimiento que es la carta ve la dimensión del advenimiento que es el amor. A veces en la vida asistimos de repente a advenimientos en el centro mismo del acontecimiento.

Pensemos en el campo de concentración de Auschwitz, cuando Maximiliano Kolbe se presenta para remplazar al padre de familia condenado junto con otros diez a morir en un búnker. Y Maximiliano, sabiendo que no está destinado al mismo búnker, a morir de asfixia, toma el puesto de ese hombre porque sabe que tiene hijos y que él es todo don, está dado por entero. Y además, se oye en el búnker todo el mundo cantar hasta el final, y la última voz que se extingue es la de Maximiliano. De repente hay como una manifestación de la gratuidad, es de pronto el advenimiento que perturba y molesta y cuestiona a todo el campo.

Cuando san Francisco, cantor del amor, recibe de repente en sus manos los estigmas de la Cruz, hay la eclosión de un advenimiento. Eso no se explica en la línea horizontal de los acontecimientos. Es otra cosa, es una trascendencia que se expresa a través de una inmanencia.

Pero en cierto modo, son casos después de la revelación. Y ella tiene que venir.

Hay pues que seguir la línea horizontal del tiempo para ver trasparentar una revelación, no aparecer, y dejarse descifrar, ¿por quién? Por el hombre, en la medida en que se ha hecho hombre, es decir en la medida en que está atento al polo interior que lo está esperando dentro de sí mismo. No entenderá el lenguaje de la interioridad si no está interiorizado. Cata uno tiene el Dios que merece, como sabemos. Si estamos retenidos en la exterioridad, imaginamos un Dios exterior. Si hemos llegado a ser persona, podemos imaginar, podemos esperar una revelación de Persona.

Yo no sé cuál es el número del salmo que comienza por: “Como el vigía espera la aurora”. También lo escuché en oraciones (129-130). Pues bien, hay que ser vigía que espera la aurora para anunciar el día.

¿Cuáles serían los criterios de esa revelación? (continuaremos pues esta tarde).