14-21/05/2017 – Salvar a Dios de nosotros

Presencia
de la Trinidad en el corazón del hombre

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Segunda conferencia de M. Zúndel en Saint Germain en Laye el 5 de octubre de 1974. Ya publicada en este sitio, a partir del 3/7/2006.

Resumen: La trinidad divina es Dios que es único pero no solitario. Unicidad de valores de santidad, caridad y amor. Pero el amor tiende hacia el otro para ser él mismo. El amor que se difunde, se comunica y se da es un amor de despojamiento y desapropiación. Dios no encierra al hombre en sus decretos, debe crearse a sí mismo, colaborar en la creación, cerrar el anillo de oro de las bodas eternas y Dios estará en el interior, como amor que funda su inviolabilidad.

La experiencia de Dios interior a nosotros

Como hemos visto, [referencia a la 1ª conferencia] una experiencia espiritual no puede sino injertarse en la primera experiencia del hombre y de Dios que hemos bosquejado. Eso no podemos ponerlo en duda. No podemos encontrar a Dios donde se encuentra el hombre, y Agustín nos hizo sentir esa simultaneidad de la experiencia del hombre y de la experiencia de Dios pues cuando encontró a Dios también se encontró a sí mismo. A partir de esa Hermosura tan antigua y tan nueva, sentida como interior a sí mismo, accedió a su propia intimidad y, por primera vez, llegó a ser realmente él mismo, el verdadero sí mismo, pasando de afuera a dentro y del yo posesivo al yo oblativo, y quedó tan colmado que no cesó de celebrar la liberación, con un lirismo admirable y de profundidad infinitamente humana.

Si hay, pues, otras experiencias, no pueden ser sino enriquecimiento y explicitación de ésta. No podrán contradecirla jamás. Y deseamos precisamente esta noche tratar de mirar lo más profundo, lo más esencial que hay en el cristianismo, tratemos de ver lo que nos aporta, la manera como enriquece las experiencias fundamentales.

Y eso es efectivamente lo que importa. Hay miles de experiencias marginales, pero la experiencia que interesa la relación mística es primera y hay que referirse siempre a ella. Si queremos pues llegar a la esencia del Evangelio, a la esencia del mensaje de Jesús, hay que tomarlo en su cumbre y fuente que es la Trinidad divina.

Amor fuente y amor origen

Para interesarnos por la Trinidad, para percibirla como algo que nos interesa y nos apasiona, como algo que dinamiza nuestra vida, como algo que es de infinita actualidad, debemos recordar algo elemental y es que nuestra liberación se realiza pasando de lo recibido al don y que el don mismo no puede hacerse sino frente a alguien que es capaz de asumirlo por ser incapaz de poseerlo. Y porque esa Hermosura tan antigua y tan nueva se manifiesta como puramente donante, como únicamente liberadora, como infinitamente respetuosa de nuestra inviolabilidad, por eso la percibimos como el soberano Bien.

Pero si esa Hermosura es amor, y amor-fuente, amor-origen, amor infinito, amor eterno, ¿cómo se puede vivir ese amor?

Un amor que se difunde, se comunica y se da

Lo que significa la Trinidad divina: Dios es único pero no es solitario… La unicidad solo puede ser unicidad de valor, de santidad, de caridad, de amor… tiende hacia los demás, para ser él mismo. Y la Trinidad quiere decir que en Dios el amor tiende hacia los demás.

El Islam dice: “Lam yalid walam youlad” [cita en árabe] « Dios no engendra ni es engendrado. » Su monoteísmo es estrictamente unitario y afirma la unicidad de Dios afirmando la soledad de Dios.

Pero precisamente, lo que la Trinidad manifiesta y revela es que el Amor, el Amor no puede ser solitario, a menos de ser un amor narcisista, un amor envenenado, un amor mortal. Los Antiguos habían entendido ya en el mito de Narciso que un amor vuelto hacia sí mismo es un amor que conduce a la muerte. Al encontrar su imagen en un lago, al enamorarse con pasión única de ella, Narciso se precipita en el lago y muere.

Dios no puede ser un amor narcisista, un amor vuelto hacia sí mismo; quiere ser un amor que se difunde, que se comunica y se da. Es decir que debe haber en El de qué realizar un amor altruista, un amor que tiende hacia los demás, un amor de pura comunicación, un amor de despojo y de desapropiación, y precisamente es lo que significa la Trinidad divina: Dios es único pero no solitario, y es único porque no es solitario. En efecto, su unicidad no puede ser la de una monarquía absoluta que habría absorbido todas las divinidades en una sola constituyendo un poder ilimitado, solo puede ser una unicidad de valor, de santidad, de caridad de amor. Ahora bien, el amor va hacia los demás, como dice San Gregorio, el amor tiende hacia los demás para ser él mismo, y la Trinidad quiere decir que en Dios el amor tiende hacia los Demás.

Un amor de despojamiento, pobreza y humildad

En la experiencia de la Trinidad que es Cristo… hay una luz infinita sobre nuestra propia experiencia. Comprendemos por qué nos repugna toda dependencia servil, porqué nuestra autonomía solo puede realizarse en el amor, porqué nuestra liberación es despegar de nosotros mismos en un puro impulso hacia los demás.

Y lo que llamamos las Personas en Dios, es justamente las relaciones, la sinfonía de relaciones en que la divinidad se desapropia totalmente de sí misma, no siendo el Padre sino una mirada hacia el Hijo, y el Hijo hacia el Padre, que son una pura aspiración de amor hacia el Espíritu Santo, el cual es una re-spiración de amor hacia el Padre y el Hijo. Entonces, en lugar de un amor estático, en una mirada hacia sí mismo que sería imposible y monstruosa, el amor se difunde, se derrama, se comunica, y Dios es Dios precisamente porque es ese Amor, porque no posee, porque no se apega a sí mismo, porque es despojamiento, pobreza, humildad, porque no tiene nada.

Él es todo porque no tiene nada. Es todo porque no puede poseer nada. El amor es todo en el orden del valor porque no es nada en el orden de la posesión.

Por eso Dios es la inocencia eterna, la infancia infinita, la novedad inagotable, la transparencia inefable. Por eso no es sino corazón. Por eso no podemos llegar a El sino por el amor, porque Él es el Amor.

Si Dios es un Dios personal, es que es un Dios tri-personal. Si él es la fuente de toda luz, es porque es el despojamiento infinito.

Hay en esta revelación, en esta experiencia de la Trinidad que es Cristo y en la que El mismo está enraizado, hay en esa experiencia una luz infinita sobre nuestra propia experiencia: entendemos ahora porqué nos repugna toda dependencia servil, porqué nuestra autonomía no puede realizarse sino en el amor, porqué nuestra liberación consiste en el despojamiento de sí mismo en un puro impulso hacia los demás, porque Dios es Otro, o más bien porqué « Yo es Otro », porque es la fórmula misma, la expresión misma de la vida divina: « Yo es Otro ».

Si Dios es un Dios personal, es porque es un Dios tri-personal. Si es la fuente de toda luz, es porque es el despojamiento infinito.

Una relación personificante

La Trinidad nos libera de Dios en el sentido de un Dios que está por encima de nosotros dominándonos y encerrándonos en nuestro destino en sus decretos.

Dios no tiene contacto con su ser sino comunicándolo. No puede mirarse a sí mismo, porque su mirada es ¡únicamente esa relación!, la relación personificante que constituye al Padre por una parte, al Hijo por otra, como la aspiración y la re-spiración de amor suscita el Espíritu Santo. En este concierto de relaciones brota la música divina.

Y, bajo este aspecto, podemos decir que la revelación de la Trinidad nos libera de Dios, en el sentido de un Dios que estaría encima de nosotros dominándonos y encerrándonos en el destino por sus decretos. Pero desde luego, enunciando esa revelación, tomando conciencia de ella como de una pobreza, de un despojamiento, de una humildad, de una inocencia, de una infancia eterna, nuestra experiencia se vivifica maravillosamente porque comprendemos que en esa dirección es como se realiza para ser imitación misma de Dios.

Nuestra humildad no es un aplauso, una desvalorización, nuestra humildad es simplemente el reverso del amor: el amor no puede ser auténtico sino saliendo de sí mismo, no puede ser auténtico sino pasando de lo recibido al don. No puede ser auténtico si no es liberación, acogida, espacio, apertura. ¡Eso es Dios!

La creación toma el aspecto de una historia de dos

La criatura tendrá que crearse a sí misma, cerrar el anillo de oro del desposorio eterno y Dios estará en su interior como un amor que funda su inviolabilidad.

Otro Dios, finalmente, un Dios distinto del que se obtiene por vía de causalidad como primer anillo, primer eslabón al que todo está suspendido, un Dios inmediatamente interior, el Dios de la vida del espíritu, el Dios que nos devuelve a nosotros mismos.

Y toda la creación en efecto va a tomar otro aspecto. La creación no será ya el gesto de una omnipotencia no comprometida, de una omnipotencia que se divierte creando seres que no necesita, sometiéndolos a pruebas de las que ella misma queda exterior, exponiéndolos a peligros que ella misma no corre: la creación no puede ser sino el desbordamiento del despojamiento, de la pobreza, de la desapropiación, del amor infinito.

De modo que la creación toma inmediatamente el aspecto de una historia de dos, la historia de un compromiso de amor en que el « sí » de la criatura es indispensa­ble al « sí » de Dios cuyo proyecto no puede ser otro que el de suscitar el Espíritu. Eso quiere decir que la criatura tendrá que crearse a sí misma, cerrar el anillo de oro del desposorio eterno, y que Dios estará en su interior como un amor que funda su inviolabilidad.

El ritmo del mundo es un ritmo nupcial. El mundo no puede ser sino la colaboración de amor entre Dios y el universo, donde el universo debe tomar una parte indispensable, y en que la dependencia es recíproca.

El mundo-espíritu debe colaborar en la creación

Cuando Nietzsche dice: « Si hubiera dioses, ¿qué quedaría por hacer? », él piensa evidentemente en dioses que serían completamente extranjeros al misterio de amor que es la Trinidad divina, que no serían entonces dioses auténticos. El Dios que se revela en Jesucristo es precisamente el Dios que es todo Amor y que sólo puede amar, que no puede pues crear sino por amor. La dignidad de la creación está pues asegurada infinitamente ya que se encuentra en cierta igualdad con Dios, y esa igualdad va tan lejos, o mejor, la reciprocidad de amor va tan lejos que Dios puede fracasar.

En efecto, si crea espíritus, si crea un mundo-espíritu, ese mundo no podrá realizarse sin su propia colaboración, sin hacerse a sí mismo, y Dios lo crea para eso, para que se haga, como podemos comprender fácilmente recordando que, en la experiencia humana, una paternidad o maternidad auténtica se encuentra exactamente en la misma situación.

Dios Espíritu crea para el espíritu que es la libertad en el impulso del don

Los hijos, bajo cierto aspecto, deben todo a sus padres, dependen esencialmente de ellos cuando están pequeños. No pueden subsistir sino gracias a ellos.

Pero la paternidad y la maternidad consisten precisamente en anular la dependencia respetando la conciencia del hijo. Un padre auténtico, una madre auténtica, son justamente padres que saben que sería monstruoso obligar su conciencia en nombre de una dependencia material, que el hijo además no eligió y que le fue impuesta.

Toda la educación consistirá en liberar las conciencias, en devolverlas a sí mismas para que no sean el reflejo servil de sus clanes, de sus padres y de su medio.

Pues bien, con mayor razón, Dios no puede crear el universo con menos respeto. Si crea como Espíritu, es para crear espíritu, capacidad que consiste justamente en no padecerse. Porque es eso: el espíritu es la capacidad de no padecerse, la capacidad de superar los determinismos, de superar lo recibido y de hacer brotar la libertad en el impulso del don. Por consiguiente, Dios puede fracasar – acabo de decirlo – y puede ser víctima en su creación.

Dios trató el universo como si el universo fuera su Dios. Y eso vale para toda criatura. Dios ve a cada una como si fuera su Dios.

Un texto de la Edad Media, extraordinario, único quizás, procede de ahí. Leemos en « De Beatitudine », texto inaudito, prodigioso, escrito del siglo 13 a veces atribuido a Sto. Tomás de Aquino: « Lo que inflama el alma en el amor divino es la humildad de Dios que se sometió a los ángeles y a las almas santas como un esclavo que se compra en el mercado y como si cada una de sus criaturas fuera su Dios ».

Creo que jamás nada tan fuerte se ha dicho. Dios trató el universo como si el universo fuera su Dios, y eso vale para cada criatura, a cada una Dios la ve como si ella fuera su Dios.

Una vez más la experiencia de la paternidad y de la maternidad humana muestra una dirección que nos permite comprender ese retiro, esa dimisión de amor ante conciencias inviolables que uno podría tener la tentación de obligar en razón de su dependencia material pero que uno se prohíbe precisamente de forzar, porque toda su dignidad está en ser inviolables.

Dios puede fracasar y Dios puede ser víctima

Dios puede fracasar y Dios puede ser víctima. Y, en el fondo, ese es el relato del pecado original, es digamos, el comienzo de la Pasión de Dios, de la Crucifixión de Dios,

Es la ruptura desde el origen, la ruptura del matrimonio de amor ofrecido a todo el universo.

Ese es el aspecto más profundo de la intuición y de la tradición (de « de Beatitudine »): que ilustra el carácter de víctima que encontraremos al máximo en Jesucristo, el carácter de víctima único que puede hacer contrapeso al misterio del mal.

En efecto el mal, cuando es irreducible al bien, el mal que es por ejemplo el pisoteo de la humanidad, el desprecio de la dignidad humana, el mal que es pecado contra el espíritu, contra el espíritu humano concebido como objeto que se puede someter, el mal bajo todas sus formas cuando no llega al amor, cuando no es simplemente el noviciado del amor como puede serlo el dolor en seres bastante grandes para hacer de él una ofrenda, el mal, es siempre Dios convertido en víctima.

El mal revela la inmensidad del valor al que se opone

Si la criatura sufre…, si ese sufrimiento nos indigna…, es por el Infinito que ella porta en sí misma. Es por el valor de que es depositaria. Y es pisotear ese valor lo que nos parece sacrílego. Pero ese valor es Dios mismo.

Recuerdan que Camus en « La Peste », haciéndose eco de Dostoievski en « Los Hermanos Karamazov », recuerdan que Camus en la persona del Dr Rieux al ver morir niños de la peste, víctimas de atroces sufrimientos, que el Dr Rieux se expresa diciendo: « El honor más grande que se le pueda rendir a Dios al asistir a la tortura de los inocentes es el de creer que no existe ».

Pero justamente, y es lo que yo quería decir en mi charla sobre Camus en El Cairo, que me valió de la manera más inesperada una pequeña carta de Camus, justamente es evidente que, mientras más escandaloso sea el mal, mientras más nos llene de indignación, más revela la inmensidad del valor que se ataca: es en razón misma de ese valor supremo como el mal toma su apariencia más atroz y más insoportable. Y ¿cuál es ese valor sino el Dios vivo?

Si la criatura sufre de un sufrimiento intolerable, si ese sufrimiento nos indigna, es en razón misma de la dignidad de la criatura, es en razón del Infinito que lleva en sí misma, en virtud del valor de que es depositaria, y es pisotear ese valor lo que nos aparece justamente como sacrilegio. Pero ese valor, es Dios mismo.

Dios está siempre del lado de las víctimas. El es la primera víctima del mal, y no existe mal, en el sentido de suscitar la indignación y el horror, no existe mal sino porque Dios se confió a toda conciencia humana porque cada uno de nosotros tiene a cargo Su presencia y Su vida.

Es evidente que Job no pudo resolver su problema porque fue absolutamente incapaz de ver en Dios la víctima primera de sus propias tribulaciones, incapaz de concebir el fracaso de Dios como la mayor manifestación de Su amor.

Dependencia de amor

La experiencia cotidiana nos muestra la posibilidad de apagar el Espíritu, de extinguir a Dios. Y no hacemos más que extinguir a Dios, ocultar su Presencia e interceptar su luz.

Aquí tenemos pues la experiencia más profunda de la reciprocidad que hace que la dependencia está en los dos lados, dependencia de amor de la criatura a Dios y de Dios a la criatura, del Dios que considera cada criatura como su Dios. El misterio de la creación es pues finalmente un misterio de amor. Toda la historia del universo es una historia de amor, una historia de un Dios nupcial, con frecuencia vencido y crucificado. La Pasión está al comienzo del mundo y durará hasta el fin del mundo, la Pasión y la Crucifixión de Dios.

Se sigue de ahí un cambio que dinamiza la vida, que es de actualidad candente, a saber, que tenemos que cuidar a Dios, lo que Graham Greene expresa en « El Poder y la Gloria », en la frase corta y admirable: « Amar a Dios es querer protegerlo contra nosotros mismos ». No es una paradoja, quiero decir, ahí no salimos de la experiencia.

La experiencia de todos los días nos muestra la posibilidad, como dice San Pablo a los Tesalonicenses, de apagar el espíritu ¡de apagar a Dios!, y no hacemos otra cosa a lo largo del día sino apagar a Dios, ocultar su presencia e interceptar su luz.

Si Dios no es acontecimiento de la vida diaria, si no se actualiza a causa de nuestra presencia, está como muerto, ¡como si no existiera! En efecto, no puede vivir en la humanidad si no lo vive alguien, como lo vivió un San Francisco de Asís. Entonces toda la vida se hace transparencia a Dios y Dios se respira sin que sea necesario nombrarlo.

Nuestro destino unido al destino de Dios

Comprometemos a Dios en todas nuestras decisiones, en todos nuestros comportamientos, en todos nuestros afectos… Decidimos pues de su existencia experimental en el mundo: lo encontrarán, lo verán, lo reconocerán, en la medida en que nuestra vida lo deje transparentar.

Y bajo este aspecto la vida cristiana, la revelación esencial que es la de la Trinidad, puede dar a nuestra vida el sentido de una aventura increíble que es la de llevar a Dios, comunicar a Dios, engendrar a Dios, como dice Jesús, ser la madre de Dios ya que « todo el que hace la voluntad de Dios es mi hermano, mi hermana y mi madre » (Mt. 12:50; Mc 3:35).

No se trata pues ya de nuestro destino, sino del destino de Dios, no de lo que nos sucede sino de lo que Le va a suceder a Él, porque Lo comprometemos en todas nuestras decisiones, en todos nuestros comportamientos, en todos nuestros afectos, Lo comprometemos cada vez que nuestra libertad funciona, y tanto más profundamente cuanto más plenamente funcione. Decidimos pues de su existencia experimental en el mundo: Lo encontrarán y Lo verán, Lo reconocerán en la medida en que nuestra vida Lo deje transparentar.

Ahí estamos en el corazón de una mística en que la existencia espiritual significa que la vida misma de Dios queda confiada a nuestro amor. El estimulante esencial de nuestro esfuerzo contra toda la marea de tentaciones, contra todas las sumersiones cósmicas que amenazan invadirnos continuamente, el estimulante esencial de nuestra generosidad es eso, que la vida divina está puesta en nuestras manos. Tenemos el poder de abandonar a Dios pero también tenemos el de hacerlo nacer en nuestro corazón y en el corazón de los demás.

El nudo de las relaciones humanas

Toda vida profesional, la que sea, parte del hombre y va hacia el hombre, está en contacto más o menos íntimo, más o menos alejado, con el hombre, y termina finalmente en el hombre, es en el hombre donde produce un resultado. Pero el hombre no es hombre auténtico sino en la medida en que vive la presencia infinita. Entonces, toda profesión, sea la que fuere, solo puede ser el sacramento de la actividad esencial que consiste en comunicar a Dios, lo que se resume en hacer nacer el hombre, naciendo nosotros mismos a Dios.

No hay otra cosa que pueda dar a nuestra actividad toda su medida, sólo esta visión de un Dios que depende de nosotros por su inscripción temporal y que no puede ser acontecimiento de la historia humana sino por medio de nosotros.

Ahí tenemos una oración sobre la vida, o al menos su principio, eso es la oración. Si fuéramos cristianos, sería la oración permanente del cristiano. Oración sobre la vida, es decir percepción de las profundidades de la vida, percepción en los hombres con quienes estamos en relación, sean las que fueren esas relaciones, tan materiales como puedan parecer, oración sobre la vida; esa percepción en cada uno de ellos de una vida divina en espera y que es nuestra vocación hacerla fructificar.

Así es como todas las vidas humanas se vuelven infinitas e iguales en valor y en eficacia porque, en ese medio divino de nuestro interior, en esa presencia confiada a nuestro amor, cada decisión tiene consecuencias infinitas y repercusión eterna.

Ese es finalmente el nudo de las relaciones humanas: Dios está comprometido hasta la muerte en los contactos con nosotros mismos y con los demás, y con todo el universo que es nuestro cuerpo inmenso en el que estamos sumergidos para nutrirnos físicamente, pero que tiene sus raíces en nosotros para realizarse en la línea del Espíritu.

La oración sobre la vida

¿Cómo creer en la inmortalidad si no vivimos la Eternidad en la vida de hoy? Si no percibimos que los únicos momentos de vida son aquellos en que comunicamos a Dios, no en palabras, no en significados explícitos, sino al respirar.

Se trata, pues, de salvar a Dios y no de salvarnos a nosotros, de salvarlo de nosotros, de nuestros límites, de nuestra opacidad, de nuestro egoísmo, de nuestro espíritu de posesión, esa es la gran oración, de la vida y sobre la vida, es la gran contemplación en el corazón de la acción, ya que humanamente la acción solo puede terminar en esa luz, esa es la transfiguración de todas las relaciones humanas que simbolizan, que son el vehículo – o al menos pueden llegar a serlo – el vehículo de una comunicación divina. Un apretón de manos, una sonrisa, un servicio prestado, una señal de respeto, en fin, todas esas pequeñeces que son los matices del amor, eso es lo que constituye la oración de la vida y sobre la vida y la más alta contemplación.

Porque si la contemplación no puede despegarse del Universo, ¿dónde encontraría a Dios sino en el hombre, en sí y en los demás, en una transfiguración del hombre y del Universo, en el matrimonio de amor donde el sí del hombre es indispensable al sí de Dios?

La vida espiritual, en breve toda la vida, no puede ser una categoría separada como la obra del domingo. Es la vida en su esencia misma, es la vida en su fuente y en su fin, es la vida en su dimensión infinita. No lo dudamos además, lo sabemos por experiencia que no hemos recibido de Dios sino en la medida en que Lo hemos encontrado, ya en la experiencia, ya en un rostro humano, y los rostros humanos que siguen vivos en nosotros son precisamente los que fueron para nosotros fuente de una vida inagotable y a través de los cuales pudimos percibir la presencia infinita.

La oración, vista bajo esta luz, deja de ser una especialidad, un acto separado de los demás, lo cual no excluye las oraciones de grupo y las oraciones litúrgicas, pero hay la oración que es fin último de todas las oraciones, es decir la comunión entre los hombres a través la respiración de Dios. Es ya la experiencia de la eternidad.

¿Cómo creer en la vida si no se vive la eternidad en la vida de hoy? Si no nos damos cuenta de que los únicos momentos en que estamos vivos son aquellos en que comunicamos a Dios, no en palabras, no en significaciones explícitas, sino al respirar.

La intimidad de los seres no alcanza su cumbre sino en ese intercambio de Dios, la vida eterna es la vida aquí en la tierra, la verdadera vida en la tierra; es la eternidad la que da sentido al tiempo, es el Infinito el que transfigura lo finito, es el Amor eterno el que hace eternas todas las ternuras.

Un régimen nupcial en que la reciprocidad es total

No hay pues duda de que la Revelación de la Trinidad divina constituye una riqueza inagotable, que nos libera de la pesadilla del Dios solitario centrado en sí mismo, que no puede amar sino a sí mismo. Justamente, Dios no se ama a sí mismo porque su Sí mismo es Otro. « Yo es otro », primero en Dios, y en toda la creación como un brote de ese despojamiento divino. La humildad de Dios, la pobreza de Dios, son las mayores riquezas de la vida espiritual.

Tan lejos como podamos estar de la santidad de San Francisco, comprendemos el deslumbramiento de ese hombre ante la pobreza porque había comprendido, o por lo menos sentido con su corazón, que la pobreza era Dios, y si la defendía con tanta pasión como a su esposa, es que para él, ella era el Dios vivo.

No hay pues que repetir las palabras de Nietzsche: « Si hubiera dioses, ¿cómo soportaría yo no ser Dios? », porque estamos justamente en un régimen nupcial en que la reciprocidad es total, en que el acta fundadora misma del cristianismo es la muerte de Dios por respeto de la inviolabilidad del hombre.

La santidad de Dios íntimo a nosotros

La santidad de Dios no consiste en que Él esté aparte o separado, sino que es más íntimo a nosotros que lo más íntimo de nosotros; consiste en ser el puro despojamiento, la pura desapropiación y la infinita pobreza.

Eso es, pues, la santidad de Dios. La santidad de Dios no consiste en que El es aparte y separado sino en que es más íntimo a nosotros que lo más íntimo de nosotros; consiste en ser el puro despojamiento, la pura desapropiación y la infinita pobreza.

Cuando Lo veamos bajo este aspecto, cuando tomemos conciencia de que es la vida lo que está en juego, ya no nos gastaremos en contestaciones marginales.

Ahí está el problema, el problema fundamental:

¿Qué le va a suceder a Dios?
¿Es que Dios va a morir?
¿Apagaremos su luz?
¿No Lo salvaremos de nuestras tinieblas?
¿No emplearemos nuestra vida en comunicar su presencia?

Eso es lo que no tolera ningún plazo, ese es el corazón de la fe como también el corazón de nuestra aventura. Deseamos encontrar en los hombres un espacio ilimitado y en el fondo, lo que buscamos en ellos es la inmensidad de Dios, lo que quisiéramos encontrar en ellos es eso, el Infinito en persona.

Estamos llamados a eclipsarnos en Él

Pues bien, ese Infinito lo llevamos dentro y estamos llamados a darlo. Creo que es lo que Jesús quería decir con la frase: « El que hace la voluntad de Dios es mi hermano y mi hermana y mi madre ».

Es esa forma de maternidad divina de la que precisamente Beda el Venerable decía que conlleva “el nacimiento de Dios en nosotros y el nacimiento de Dios en el corazón de los demás”.

Es claro que todo eso no puede ser expresado, y que es inútil decirlo sin vivirlo.

Pero en fin, meditar sobre esos abismos de amor es a pesar de todo reconocer la dirección que estamos llamados a tomar, que no puede ser finalmente sino perdernos en El para que El sea todo en nosotros.

Una niñita que había hecho su primera comunión y que la había hecho realmente viviendo el acontecimiento, conversaba con los compañeritos que habían comulgado con ella el mismo día, y conversando entre ellos sin darse cuenta de que podían oírlos, intercambiaban sus impresiones, y cada uno ponderaba sobre los demás con clichés tomados de sus lecturas. La niñita dijo solamente estas palabras conmovedoras: « Pues bien, ¡a mí El me eclipsa! » Eso es: El me eclipsa, como el Padre se eclipsa en el Hijo y el Hijo en el Padre, en el incendio del Espíritu Santo. Dios nos eclipsa, estamos llamados a eclipsarnos en El en la transparencia de amor que Lo hará vivir en el corazón de los hombres.

Es finalmente el sentido de nuestra aventura que podemos resumir en las palabras de Graham Greene: « Amar a Dios es quererlo proteger contra nosotros mismos ».