10-18/02/2014 – La crisis de la Iglesia, exterioridad de Dios.

 

1ª conferencia de Mauricio Zúndel en el Carmelo de Matarieh (El Cairo), en la semana santa de 1969. Ya publicada en este sitio, en enero de 2008.

¿Estaría Zúndel en oposición contra la verdad de que Dios necesariamente tiene cierta exterioridad respecto al hombre? La exterioridad es una de las principales razones por las cuales hubo tantas oposiciones durante el Concilio Vaticano II.

La oposición que Zúndel constata en 1969 supone que no se ha descubierto la religión de personas, ni el Dios interior, el Dios crucificado que establece entre Él y nosotros un matrimonio de Amor, que nos hace creadores y que nos creó para que seamos Dioses. ¿Y hoy? El cambio deseado solo se realiza muy lentamente…

“Muchos acontecimientos se han producido después de que nos vimos la última vez, y el que nos toca más profundamente (en abril de 1969) es evidentemente la crisis de la Iglesia.

El número de religiosos y religiosas, de sacerdotes, que abandonan su vocación, que abandonan el ministerio, las controversias interminables, las discusiones sin fin, las protestas oficiales en cierto modo suscitadas por la Encíclica “Humanae Vitae”, todo eso representa un ambiente nuevo, todo eso indica una mutación, un cambio explosivo, ya que se produce en todas partes, y nos invita a cuestionarnos sobre la causa de esta crisis tan inmensa y dolorosa.

Se tiene la impresión de que la Autoridad – digamos el Papa – es impotente: lo único que puede hacer es proclamar su fe, pero es absolutamente incapaz de imponer una línea de conducta con la seguridad de que le obedezcan.

Se tiene la impresión de que, para evitar los cismas, se necesita mucha paciencia, evitar toda condenación, es necesario adaptarse al máximo a las reivindicaciones que se emiten por todas partes, pero eso no nos da todavía la clave del problema.

¿Porqué estalló la crisis justo después del Concilio? Probablemente primero porque al Concilio se le hizo una publicidad enorme, fue un evento periodístico de tamaño mayor. El Concilio trabajó admirablemente. Resumió puntos esenciales de doctrina de manera perfecta, pero eso es el trabajo interno del Concilio: es el trabajo más esencial, el que permanece. Pero para el gran público, el Concilio fue un parlamento, es decir una asamblea donde se discute, donde uno se opone, combate, denuncia, condena la autoridad, donde las decisiones se toman por mayoría de votos y donde lo que se decide hoy puede ser modificado mañana si la mayoría cambia.

Parece pues que bajo su apariencia externa el Concilio hubiera dado espectáculo de controversia, en los ruidos que circulaban, en las anécdotas que los periodistas pudieron coleccionar, en las denunciaciones extremadamente severas de la curia romana por ciertos prelados, denunciaciones que eran verdaderas condenaciones.

Parece pues que visto desde afuera el Concilio fue una invitación a la controversia, y como por fortuna no condenó a nadie, dio la impresión de que se podía discutir sin fin sin incurrir en condenación.

Pero eso no es sino la ocasión de la crisis y no su razón profunda: la razón profunda creo que es la exterioridad de Dios. Es algo que ustedes conocen bien: se concibe a Dios como exterior al hombre, se lo concibe morando en un cielo por encima de la tierra y muy alejado de nosotros. Ante todo, Dios representado como autoridad suprema que puede imponerse, que puede condenar, que puede juzgar, que puede castigar, y de la que todo hombre depende esencialmente.

¡Esta concepción está sumamente difundida! Y vamos a ver porqué está tan difundida, pero podemos observar inmediatamente que la comparten u defienden hombres eminentes, teólogos, exegetas, personas que reflexionan sobre los problemas esenciales y que siendo personas espirituales, insistir sobre la transcendencia de Dios,sobre su diferencia respecto de nosotros y nuestra dependencia radical respecto de Él.

Pienso en Pierre Grelot, profesor en el Instituto Católico de París, que escribió un libro sobre el pecado original del que vamos a hablar, y que, con otros teólogos protestantes o católicos ve en el pecado original el rechazo de ser criatura, el rechazo de aceptar la condición y la situación de criatura, es decir la dependencia radical respecto de Dios. Y si hombres de tanto valor, que refle­xionan en pleno siglo 20, que están informados de todos los progresos científi­cos, que son hombres sabios, si hombres de tanto valor pueden insistir sobre esa diferencia y ver en el reconocimiento de nuestra condición de criatura lo esencial de nuestras relaciones con Dios, en todo caso la condición sine qua non de nuestras relaciones justas con Dios, no puede extrañarnos que la inmensa mayoría de la gente – que cree creer, que se imagina tener la fe, haga de Dios precisamente la autoridad suprema de la que dependemos en todo.

Hay además en esta actitud una necesidad de tener ayuda, una necesidad de refugio, una necesidad de apoyarse en alguien, que no se puede desconocer y que es digna de respeto. Claro está que la debilidad del hombre, su enorme fragilidad, las condiciones trágicas en que puede encontrarse, hacen surgir en su corazón la aspiración a tener un protector, un poder capaz de liberarlo, y ese poder que suponemos bueno y protector está naturalmente dotado de omnipoten­cia, es decir que lo puede todo, a diferencia del hombre, y que todos los acontecimientos dependen de Él.

Justamente, esa es una de las razones que perpetúan en el mundo creyente la exterioridad de Dios. Pero existe un origen más lejano de esta situación que es evidentemente el hecho de que la religión fue primero un acontecimiento colectivo.

No sé si ustedes han oído decir que en el pequeño país de Albania se proclamó hace unos meses el primer país ateo del mundo, el primer estado que se declara ateo, después de que el mundo es mundo. Se trata pues de un acontecimiento muy reciente: el ateísmo oficial de un estado data de unos meses (en 1969). Aunque la historia del mundo date de millones o de mil o cinco mil millones de años, es muy poco, si el mundo es tan antiguo, si no tenemos el menor rastro de la historia primitiva en documentos humanos, podemos verificar sin embargo que la religión tal como podemos percibirla es ante todo un acontecimiento colectivo, que concierne un conjunto, una ciudad, una nación, un estado, un reino, un imperio. Parece en efecto que la moral y la religión comenzaron siendo fenómenos colectivos.

Ustedes saben qué difícil es pensar la libertad, qué difícil es definir la libertad. Es algo de que se ocupó la mayoría de los filósofos sin llegar a una solución. Es entonces difícil de imaginar que los hombres primitivos hayan reflexionado sobre el problema de la libertad, pero es fácil concebir que sintieran muy fuertemente el peligro de la libertad, que hayan sentido que sin reglas firmes los miembros de la tribu, los miembros del clan, los miembros de la ciudad caerían en la más completa anarquía. Se conoció la libertad más por los peligros que encierra que por la dignidad que representa.

Se quiso entonces enmarcar la libertad, protegerla de sí misma, proteger la vida contra la anarquía y todo eso se hizo espontáneamente, en virtud de las exigen­cias mismas de que la vida perdure y para durar, para subsistir, debe protegerse contra los peligros que encierra y es seguro que la moral, quiero decir las reglas que el grupo imponía a sus miembros, se apoyaban en creencias, invocando poderes sobrenaturales. Se las fundó finalmente en la intervención o en la presencia de divinidades. Entonces el individuo tenía que respetar la regla porque la regla tenía testigo, la divinidad, un testigo al que no podía escapar y que podía castigar.

Si tomamos la historia de Grecia en la época más gloriosa, vemos que en el año 399 antes de Cristo, Sócrates fue condenado a muerte entre otras cosas porque no honraba a los dioses de la Ciudad. Sócrates tenía una religión personal, pero encontraron que era tibio e indiferente hacia los dioses de la Ciudad y que eso ponía en peligro la Ciudad. Si la Ciudad ofrecía culto a los dioses era porque tenía necesidad de la protección de los dioses. Si unos ciudadanos se alejaban del culto, rehusaban el homenaje a los dioses, podían disparar o desencadenar la ira de los dioses y poner en peligro la Ciudad. Entonces, la Ciudad más sabia e inteligente, asesina a uno de sus más grandes ciudadanos, uno de los más grandes pensadores, por poner en peligro la Ciudad rehusando o descuidando el homenaje a los dioses de la Ciudad.

El Emperador Marco Aurelio, en el siglo segundo después de Cristo, filósofo, pensador que nos dejó su diario y cuyos pensamientos se conservan, Marco Aurelio, que hace su examen de conciencia todos los días, va a dejar perseguir a los cristianos, gentes obtusas, de cabeza dura, que no saben reconocer las necesidades políticas del Imperio que necesita el culto del Emperador y de Roma para mantener su unidad. Este pensador bondadoso dejará perseguir a los cristianos porque la unidad del Impero Romano exige un culto al Emperador y a la ciudad de Roma, porque todos los pueblos de que está compuesto el imperio son tan diversos que no tienen ningún lazo unos con otros, y el único lazo que pueda unirlos es un lazo religioso.

Ustedes saben además que cuando el Imperio se hizo cristiano con Constanti­no, lo primer que hizo Constantino fue transformar a los obispos en magistrados, en empleados de su administración, vigilarlos, reunirlos en concilio, dirigir los concilios, imponer sus decretos y decisiones, y es lo que harán los emperadores bizantinos con todos los concilios ecuménicos, es decir que los emperadores cristianos pedirán a la religión cristiana el mismo servicio que los emperadores paganos pedían al paganismo: que la religión cristiana sea símbolo, signo y fermento de la unidad del imperio, y por eso perseguirán a los herejes, o perseguirán a los ortodoxos cuando ellos mismos adhieren a la herejía, porque quieren que el imperio no tenga sino una sola religión.

Carlomagno establece en occidente la unidad de su imperio sobre las bases del catolicismo romano. Impone el catolicismo, convierte por la fuerza a los sajones, aun haciéndolos morir cuando no ayunan en cuaresma. Y sucede lo mismo en todos los reinos cristianos después de Carlomagno en occidente y en el Imperio Bizantino hasta su caída en 1453. Los reyes persiguen a los herejes porque rompen la unidad del reino y la Iglesia los anima a ello además. Luis XIV echa a los protestantes de Francia para afirmar la unidad del reino, mientras los prínci­pes protestantes excluyen el catolicismo de sus estados de la misma manera.

Entonces vemos claramente que la religión fue un factor colectivo, un acontecimiento colectivo de un pueblo, de un conjunto, mucho más que de personas. Entiendo lapersona como un reino interior, la persona como secreto inviolable, la persona como valor infinito.

Hay otro rasgoparticularmente perturbador que nos va a ayudar a comprender mejor la crisisy es que, a medida que el poder civil, el poder de emperadores y reyes, se hacía absolu­to, se apoyaba más sobre la divinidad para afirmar su inviolabilidad. En Constantinopla había un verdadero culto del emperador, el palacio real era como una iglesia en que el emperador era adorado, no quiero decir como lo eran los emperadores paganos, pero es evidente que el emperador recibía una gloria tal que el patriarca era poca cosa delante del emperador.

Y justamente lo que sucedió fue que los pontífices, los papas en particular, vista su situación en occidente, tomaron una importancia terrible. Ustedes saben que el Imperio Romano de occidente se derrumbó hacia 444 (1). Desplazando la capital del imperio de Roma a Constantinopla, Constantino creó un vacío en occidente, abrió el occidente a la invasión de los bárbaros. Los bárbaros saquearon el imperio romano de occidente y ¿qué encontraban los bárbaros, quién podía levantar aún el estandarte de la civilización romana, cuál podía ser la voz que representara el grito de los pueblos? El Papa, el Papa y los obispos que devienen cada vez más poderes temporales.

Recuerden a Teodosio, emperador romano cristiano, que impuso el cristianismo al imperio (2), que prohibió definitivamente el paganismo hacia 387. A Teodosio lo detuvo San Ambrosio a la entrada de la catedral de Milán: le prohibía entrar en la catedral porque había masacrado a los tesalonicenses.

Entonces, un obispo como Ambrosio tenía suficiente autoridad como para imponer a un poderoso emperador como Teodosio el hacer penitencia en la iglesia que habría mancillado si no se hubiera purificado, y veremos en la Edad Media, hacia el año 1066 (3) o poco después, un papa como San Gregorio VII obligar al emperador de Alemania Enrique IV a venir a Canosa en medio de la nieve a implorar su perdón y la absolución de la excomunión en que había incurrido por haber querido deponer al Papa.

Asistimos a algo extremamente natural pero de consecuencias terribles, y es que el poder eclesiástico, en occidente en particular, dadas las circunstancias, el vacío dejado por el desplazamiento de la capital de Roma a Constantinopla, dadas las incursiones e invasiones de los bárbaros, dada la situación moral de los pontífices, dado que ellos son los únicos que podían hacerse abogados de las poblaciones y defenderlas moralmente, el Papa va a tomar una posición cada vez más preponderante y no verá otro medio de poner en jaque, de oponerse al poder de los emperadores y de los reyes que ser él mismo un monarca.

Eso sucede en la época de Carlomagno. El Papa deviene monarca, deviene rey, devendrá el rey de los reyes, llevará la triple corona, no solamente una corona, sino una triple corona, obligará al emperador mismo a conducir su mula, su caballo, mientras él, el Papa, sigue montado en su caballo. El emperador es como un servidor que lo conducirá para manifestar justamente la subordinación del poder temporal al poder espiritual, y el Papa Bonifacio VIII, hacia 1300, proclamará que el Papa lleva dos espadas, la espada espiritual y la temporal, que toda criatura está sometida a la jurisdicción del pontífice romano.

Entonces, en los símbolos, en los signos, en los honores que se le rinden al pontífice, en la autoridad que ejerce, la religión toma autoridad que permitirá al Papa Alejandro VI dar la América a los españoles, porque el Papa ha llegado a ser el soberano de los soberanos, el rey de los reyes y todo eso desde luego va a traer como consecuencia y a fundarse además sobre el principio de que Dios es el soberano de los soberanos y de que la autoridad divina es el fundamento de toda autoridad, que los reyes reciben la autoridad de Dios indirecta y mediata­mente, mientras los pontífices la reciben de Dios directamente y, puesto que representan a Dios de manera directa, explícita y formal, son enviados a gobernar todos los pueblos y conducirlos a la salvación.

La autoridad de los pontífices es suprema, es absoluta, es indiscutible, se impone a toda criatura y solo la Iglesia puede definir los límites de su poder.

Ustedes ven la situación y si la ven en su realidad histórica, comprenden que la lucha puede ser inevitable entre el poder absoluto de los emperadores y el poder absoluto de los papas. La lucha inevitable, ¿no habría quizás otro modo de preservar la independencia de la vida espiritual? Y ustedes pueden comprender que una semejante situación confirmaba simplemente en las mentes la idea de que Dios es un poder, una potencia exterior de la que dependemos absolutamen­te en todo lo que hacemos, en todo lo que pensamos, en todo lo que amamos, pues debemos no solamente hacer sino creer que nada en el hombre escapa a la autoridad suprema representada finalmente por la Iglesia con su jurisdicción universal, con su inquisición, con las torturas que puede imponer o hacer imponer para defender la verdad.

Entonces no les extrañará que una tradición tan antigua como la humanidad, tan antigua como la Historia, que estaba confirmada por la Iglesia, que era afirmada y defendida por ella, que se encarnaba en símbolos como ver al Papa en Roma llevado sobre hombros por hombres sobre la silla gestatoria y domi­nando la muchedumbre como soberano pontífice. Ahí tienen ustedes el símbolo más elocuente de la exterioridad de Dios:

Dios es un poder exterior al hombre, un poder terrible, un poder bondadoso si quieren, un poder misericordioso, pero un poder del que dependemos radical­mente, y la primera actitud del hombre, quiero decir la única actitud legítima del hombre es reconocer su condición de criatura y someterse a la voluntad divina. El pecado de los pecados, la falta esencial, es rehusar la condición de criatura, rehusar reconocer la dependencia respecto del Creador.

Es evidente que, cuando se debilita la idea que tenemos del creador, cuando la ciencia emprende la explicación del mundo por causas naturales, por el azar, por energías puramente materiales, mientras menos necesidad de Dios tenga la ciencia, más se debilita el poder de Dios y menos parece necesaria su interven­ción. Y como por otra parte la moral se debilita en las mismas proporciones, pues los hombres quieren emanciparse de toda disciplina, y reivindican una entera autonomía en todos los terrenos y especialmente en el dominio sexual, la anarquía moral, la indiferencia de la ciencia respecto de toda creación divina, ya que las explicaciones científicas se sitúan en un terreno totalmente distinto, el comunismo con su propaganda, el comunismo chino en particular con su propaganda, ciertos movimientos científicos que se ocupan de las “máquinas para pensar”, los ordenadores, la cibernética, de otros movimientos psicológicos que explican el hombre por las estructuras que sufre inconscientemente, todo un concurso de elementos morales, todo un concurso de oposiciones de inspiración comunista o materialista, todo un concurso de pensamientos científicos que no necesitan invocar la presencia divina, todo un deseo de escapar a la tutela de las autoridades, todo eso terminó por estallar en las controversias de que somos testigos, precisamente en nombre de la controversia fundamental, el rechazo de un Dios de poder, el rechazo de un Dios todopoderoso, el rechazo de un Dios autoritario, dudando de todo y cuestionándolo todo.

Hay sacerdotes jóvenes que se casaron, que rompieron una tradición milenaria y declararon que era un gesto profético, que no hacían sino anticipar el porvenir y que veían en ello un gesto de liberación para los demás. Fueron además aplaudidos por colegas y no hay que extrañarse de que un gran número de sacerdotes, de religiosos y religiosas se rebelen, con razón además, contra la concepción de un Dios de poder, contra la concepción de un Dios exterior, contra la concepción de un Dios que exige la sumisión. En verdad ese es el fermento de todas esas rebeldías.

Que yo sepa, el Concilio no aclaró este punto. Dijo cosas admirables sobre la vida contemplativa, sobre la castidad, sobre la caridad y la justicia, compuso verdaderos tratados de teología, excelentes, pero no discutió el problema esencial que es el problema de Dios:¿de qué Dios hablamos, y a qué hombre? ¿De qué Dios hablamos y a qué hombre?

El Concilio admitió a priori que Dios es la autoridad suprema, que la revela­ción que viene de Dios tiene la misma autoridad que Dios, que por ende las criaturas deben un homenaje incondicional a Dios y a su revelación y, desde luego, que ese homenaje no puede ser impuesto, pero finalmente pone en duda la salvación del hombre, y el que quiera escapar a las sanciones eternas no puede sino someterse a los decretos divinos, sea respecto de la vida práctica, o de la moral, sea decretos respecto de la inteligencia, es decir la fe.

Y esa es la ambigüedad fundamentalque puedo simbolizar del modo más concreto en la actitud del P. Garrigou-Lagrange que nos enseñaba la predetermi­nación física, y nos repetía que Dios, por ser la Causa Primera, no aprende nada de nadie, todo lo sabe por sí mismo, y conoce entonces por sí mismo quién se salva y quién no, porque escogió a unos y no a otros, que solo puede amarse a sí mismo, que es el único motivo de toda su actividad en el universo, que la Redención tiene finalmente por motivo el amor de Dios a sí mismo y mostrando­me en su celda una imagen ordinaria de la Virgen de Lourdes me decía: “¡Esto es para la sensibilidad!

¡Ahí tenemos evidentemente un hombre que representaba la ambigüedad en que morimos! Los principios absolutos, rígidos, dominaban su inteligencia, su sensibilidad necesitaba otra cosa y recorría a la Santísima Virgen como misericordia para escapar al carácter terrible de la justicia de Dios. Esa es, si quieren, una caricatura de la situación actual, pero en esa ambigüedad estamos.

Hay toda una teología del Absoluto representada por hombres eminentes (acabo de nombrar a Pierre Grelot, profesor en el Instituto Católico de París, sobre el pecado original), tiene toda una tradición que se impone, que está simbolizada por signos, como el báculo, la mitra, el anillo, la tiara, la silla gestatoria, por las costumbres romanas de gobierno, por todos los decretos que fueron grabados a lo largo de la Historia, por todos los anatemas contenidos en el libro de Dentzinger (que los coleccionó a través de todos los concilios de la Historia), hay todo eso, y además está el Sagrado Corazón, están las apariciones de la Santísima Virgen, está un deseo de huir del Dios terrible, de escapar a su omnipotencia y de encontrar simplemente un Amor.

Es evidente que la semana santa nos lo hace sentir: si Dios muere por nosotros, si Dios da su vida por cada uno de nosotros, el centro de la revelación de Dios en Jesucristo, el centro del Evangelio no es la potencia de Dios, es su impoten­cia, el centro del Evangelio es el fracaso de Dios en la Historia. Dios respeta tanto la libertad humana que no puede conquistarla sino dando su propia vida.

Pasternak, el gran escritor ruso, en un libro que ustedes conocen, “El doctor Jivago”, tiene dos páginas sorprendentes, conmovedoras, magníficas, que además conciernenn la Santísima Virgen a partir del misterio de la Anunciación, y en que parece inspirado. Dice: “Hasta ese momento había imperios, se pisoteaba a los pueblos, corrían los ejércitos, habían grandes movimientos colectivos, y ahora, en el silencio de la Anunciación, ya no hay sino personas, Dios se hace el Dios de las PERSONAS, el Dios del secreto, el Dios del silencio, el Dios de la soledad, el Dios de cada uno, el Dios que habla al corazón de cada uno, sin ruido, el Dios que establece su reino en la intimidad de cada uno”. Y opone este Dios de las personas al Dios de los pueblos, al Dios de los imperios. En efecto, tocó a lo esencial. Esa es toda la novedad. En Jesucristo, ya no hay pueblo elegido, ya no hay imperio, ya no hay sino PERSONAS. Cada una espera en el más profundo secreto de sí misma, cada una es revelada a sí misma por la sangre de Cristo derramada por ella, ya que cada una pesa en la balanza de Dios tanto como la sangre del Señor.

Es un rostro diferente de Dios, es un Dios que fracasa, un Dios que es vencido, un Dios que es condenado, un Dios que es crucificado, un Dios cuyo mensaje es el Evangelio y cuyo mensaje es precisamente el anuncio de la Crucifixión: “Nosotros en cambio predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los gentiles” (I Cor 1,23). Esa es la inmensa novedad que no hemos entendido adecuadamente, que no hemos entendido hasta el fondo y por eso se ha perpetuado la ambigüedad, inevitable además, en el plano de la Historia, ora los Apóstoles que tenían la costumbre de pensar en un pueglo elegido y se encontraban en un imperio, el imperio romano, dominado por una religión oficial, pagana, pero religión a pesar de todo, ora los emperadores cristianos y los papas y obispos: ¡nadie pensó en emancipar la religión del imperio! Y esa ambigüedad se mantuvo constantemente, ¡la religión cristiana siguió siendo la religión de los pueblos, impuesta a los pueblos, impuesta por los emperadores! No hay un solo pueblo que no haya sido convertido por la fuerza. Los franceses se hicieron cristianos por obra del rey de Francia. Los ingleses se hicieron cristianos por obra del rey de Inglaterra. Los húngaros se hicieron cristianos por obra del rey de Hungría. Los rusos se hicieron cristianos por obra del rey de Rusia.

¡La religión era la religión de los pueblos, la religión de los príncipes, la religión del poder! Era al mismo tiempo la religión de las almas, la religión de las personas, pero para la gente en general, era la religión de los pueblos. La mayoría de la gente no tiene religión personal, en fin, la tenían pero parcialmen­te, muy poco. Para ellos la religión era ante todo una cuestión pública.

Una vez más, eso era inevitable en el plano de la Historia, dadas las condiciones que exigían que la colectividad misma tuviera religión. Fue inevitable, pero fue catastrófico y ahí estamos ahora.

La inmensa controversia que vivimos supone que no hemos descubierto la religión de las personas, que no hemos descubierto al Dios interior, al Dios crucificado, al Dios entregado a los hombres, al Dios que se puso en nuestras manos, al Dios que elimina toda dependencia entre Él y nosotros, que establece entre Él y nosotros un matrimonio de amor, que nos hizo creadores y que nos creó para que seamos dioses.

Crear un ser libre, es finalmente crear un Dios, pues eso significa prohibirse intervenir, hacer de cada hombre un árbitro del universo. Esta dignidad del hombre jamás ha sido promulgada, nunca ha sido revelada con tanta fuerza, quiero decir con tanta evidencia como en la Cruz de nuestro Señor.

El poder de Dios es el poder de amar, de amar hasta la locura de la Cruz. Dios no tiene otro poder que el de Su Amor, el poder de Amor que es Él, y por eso Dios está en nuestras manos, cada uno de nosotros puede ponerlo en duda, cada uno puede decidir su destino, el destino de Dios en la historia y en el universo: Dios será en la historia lo que nosotros hagamos de Él porque no puede entrar en la historia sino a través de las personas, a través de la libertad humana, y si la libertad humana rehúsa, Dios está en agonía hasta el fin del mundo, como dice Pascal. Dios está crucificado mientras el hombre rehúse entregarse totalmente a ese Amor.

Ustedes sienten pues la inmensa ambigüedad de donde sale la crisis, el rechazo del poder, el rechazo de depender, el rechazo de someterse, el sentido de la grandeza, la voluntad de afirmarse, la voluntad de ser creador, cosas que son todas buenas, cosas que vienen del Evangelio, a condición de que hayamos entendido, de que hayamos vivido, de que hayamos reconocido la humildad de Dios.

Porque justamente la grandeza de Jesús, la grandeza humana que él nos comunica, es una grandeza de amor, y por lo mismo una grandeza de humildad. En el lavatorio de los pies, Él nos enseña que la suprema grandeza y la suprema humildad es la misma cosa, que la única grandeza consiste en dar, en dar todo y, ustedes ven que la rebelión actual tomaría otro aspecto si las controversias actuales reivindicaran esa grandeza, la grandeza del amor y esa humildad, esa grandeza arrodillada, esa grandeza silenciosa, esa grandeza auténtica que es la grandeza misma de Dios. Esa sería la reforma más bendita, más sagrada, más maravillosa que podamos desear.

Pero precisamente, porque la ambigüedad reina por doquiera, porque nos rebelamos contra el poder visto en la exterioridad, contra el poder visto como autoridad que se impone, mientras la rebelión, la afirmación de la grandeza humana toma un aspecto de desencadenamiento, de rebelión, de rechazo de toda vida espiritual, de reivindicación de toda libertad instintiva porque muchos religiosos, religiosas, sacerdotes, no han conocido nunca al verdadero Dios, han encontrado solamente al Dios autoridad y lo rehúsan con razón y derecho. No han encontrado al Otro, al Dios interior, al Dios silencioso, al Dios todo Amor, al Dios víctima, al Dios crucificado.

Hay pues que entender la crisis como consecuencia de una ambigüedad que viene desde lejos, de una unión extremamente profunda y estrecha, entre un Dios omnipotente, un Dios del que dependemos radicalmente Y un Dios interior, un Dios simbolizado y revelado, si quieren, en el Sagrado Corazón.

Pero la mayoría de los teólogos o de los seudo-teólogos, quiero decir la mayoría de los clérigos, la mayoría de los sacerdotes que han hecho estudios sumarios de teología, han retenido sobre todo definiciones rigurosas de Dios que constituyen un marco en el cual hay que entrar absolutamente. No fueron entrenados para la experiencia mística de un matrimonio espiritual con Dios.

Si estuvieran enamorados de Dios, si Dios fuera su gran pasión, habrían podido reivindicar una reforma con mucho más autoridad, pero en forma silenciosa, habrían evitado el escándalo de los débiles, de los humildes, habrían evitado las reivindicaciones ruidosas porque habrían querido salvar primero a Dios, salvar la vida interior, salvar el secreto de amor que se murmura en el fondo de los corazones bajo la inspiración del Espíritu Santo.

Pero no hay que culparlos. ¡Es normal que en Canadá 50 jesuitas salgan al mismo tiempo de la Compañía si no han encontrado a Dios! ¡Es normal que centenares de monjes dejen los monasterios si no han encontrado a Dios! Es normal que un monje que conozco y al que quiero mucho se lamente de haber perdido 50 años de su vida en el celibato, ¡ya que no ha encontrado a Dios!

Es claro que no podemos dar la vida, toda la vida, sino al Amor, y que no podemos realizar ese don si no estamos apasionados por Dios, habiéndolo visto como puramente interior, como puramente silencioso, como escondido en el fondo de los corazones, como el que nos está esperando y que morirá por nosotros más bien que forzarnos u obligarnos.

Todo se resume en estas palabras: ambigüedad fundamental, tan antigua como el mundo, ambigüedad sobre Dios: ¿de qué Dios hablamos y ambigüedad sobre el hombre: a qué hombre? Por fortuna Nuestro Señor, en esta semana santa, quiero decir en todos los misterios que estamos llamados a vivir durante esta semana santa, nos dio la clave de la revelación en el fracaso de Dios vencido y afirmando en la derrota la omnipotencia del Amor.

Pues ¿cómo dudar del Amor si Dios se pone en nuestras manos hasta aceptar ser condenado y crucificado más bien que forzar nuestra libertad?

Nadie desea nuestra grandeza más apasionadamente que Dios y se puede decir que la Pasión de Jesús es la pasión de Dios por el hombre. Sólo la pasión de Dios por el hombre puede despertar la pasión del hombre por Dios.

En esta pasión estamos invitados a entrar, en la pasión del hombre por Dios, y justamen­te los monasterios contemplativos tienen que ejercer un papel de primer orden en esta crisis tan dolorosa, tan desgarradora, y no hay que agravarla rehusando entenderla, no hay que agravarla condenándola, sino vivirla portándola, vivirla compasivamente, vivirla en la penitencia, vivirla sobre todo en una ofrenda continua de amor.

Jamás ha tenido la Iglesia tanta necesidad de almas contemplativas, de almas silenciosas, de almas crucificadas, de almas penitentes, de almas silenciosas, una vez más, de almas escondidas en el misterio de Jesús, de almas que asumen la humanidad y el universo, de almas que aceptan estar en agonía hasta el fin del mundo con el Amor Infinito.

Y, puesto que los ruidos les llegan, los ruidos de la crisis, puesto que ustedes tienen ocasión de leer los reportajes de los periódicos que día por día reportan manifestaciones de la crisis, no pueden permanecer ajenas a la situación: es un llamado inmenso, una invitación a la santidad. Una sola alma que se da a fondo, una sola alma que se da a fondo es una victoria infinita de Dios, una victoria infinita del Amor, ya que estamos en el reino de las personas y no en el de los pueblos, y, mientras más oímos los ruidos de la protesta, más llamados estamos a escondernos en el corazón de Dios, más invitados a entrar en el silencio, más invitados a hacernos pobres de nosotros mismos.

No olvidemos que en el siglo 13, el siglo de la escolástica, el siglo de la Inquisición, el siglo de las cruzadas, apareció San Francisco de Asís, un hombre en la pobreza, en el silencio, un hombre en el amor ardiente que encendió una luz que nunca se apagará.

No hay razón de pensar que en nuestro siglo no pueda levantarse una luz semejante. Jamás la Historia lo ha exigido tanto, jamás los problemas han sido más vivos, jamás las controversias han sido más profundas, jamás se ha pedido a los hombres de manera más radical renunciar a la ambigüedad: hay que escoger entre un Dios poderoso y un Dios Amor, hay que escoger entre la libertad y la dependencia, hay que escoger entre el matrimonio de amor y la sumisión del esclavo.

No hay duda, Nuestro Señor nos pide lo que nos ofrece: hacer una sola vida con Él, identificarnos con Él y hacer de nuestra vida simplemente el sacramento silencioso de la Suya.

Entonces, si no seguimos argumentando y entramos a fondo en el llamado de Nuestro Señor, algo habrá cambiado porque existe una circulación invisible de la gracia y del amor, y que un alma que es verdadera, que es auténtica, está presente al mundo entero.

Vamos a sumergirnos en la espesura, como dice San Juan de la Cruz, a hundirnos en la noche mística, a hundirnos en la contemplación, a ponernos a escuchar la música silenciosa, y a pedir a la Santísima Virgen, que está de pie al pie de la Cruz, que es la Madre de la Iglesia y que debe estar desgarrada por las controversias, vamos a pedirle que imprima en nuestros corazones las llagas del Crucificado y que seamos aleluya de los pies a la cabeza.”

Notas

(1) más bien hacia 476.

(2) El Edicto de Tesalónica, de Teodocio I, en 380, hace religión del estado el cristianismo y condena las religiones paganas.

(3) En la disputa de las investiduras, evocación del episodio de la penitencia de Canosa: el papa Gregorio VII acogió al soberano germánico Enrique IV después de un desplazamiento difícil en pleno invierno, el 28 de enero de 1077 y levantó la excomunión que pesaba sobre él.

(4) Cromolitografía: imagen en colores obtenida por impresiones sucesivas.