09-12/11/2014 – La revelación del hombre por la de Dios

Homilía
de Mauricio Zúndel en Lausana, en 1969.
(Cf. Ton Visage ma lumière p. 134)

Nota: Es un texto profundo y difícil de traducir. La conferencia presenta defectos de grabación que hacen oscuros ciertos pasajes. Los señalamos con […?] puntos de interrogación. Gustavo Soto, traductor.

La Revelación de Dios es igualmente la revelación del hombre y se puede decir que precisamente la Revelación de Dios puede ser unificadora en la revelación del hombre [?].

Por proyectar una inmensa luz sobre nuestro destino, la Revelación evangélica nos toca en lo más íntimo y es de candente actualidad.

Si vemos en el Concilio que, precisamente la Revelación evangélica hace surgir una luz tan profunda sobre nuestro destino, es simplemente mediante la Cruz de nuestro Señor, como dice san Pablo que proclama en la epístola a los corintios: “Nosotros anunciamos un Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los gentiles.(1 Co. 1:23)

¿De qué manera nos toca hoy el misterio de la Cruz, a nosotros y a toda la humanidad? ¿Cómo alcanza hasta lo más profundo de nosotros? ¡Porque nos revela algo absolutamente inesperado e increíble: el fracaso de Dios!

Eso es lo que Cristo había anunciado. Ese es el corazón de la Revelación cristiana, lo que la distingue esencialmente de la Revelación del Antiguo Testamento, lo que hace que el menor de los discípulos de Jesús sea mayor que el mayor de los Profetas de la antigua Ley. La Cruz significa que estamos habitados por el Espíritu, que es una realidad inviolable, una realidad inviolable, una realidad que constituye […?] por sí misma una fuente y origen, una realidad, a la vez en los orígenes, en el espacio y el tiempo.

Ante esta realidad, si se puede decir, Dios mismo está desarmado [?]. A través de la Cruz, Dios mismo se proclama absolutamente inviolable. En ella, Dios se revela plenamente, claro está, revelándose plenamente.

Y en la perspectiva de la Cruz, ¿quién es Dios si no pura interioridad, amor que no es sino el Amor, en quien no hay nada más que el Amor, que solo puede encontrar el mismo amor, que solo comunica con nosotros por el Amor, y que por consiguiente está centrado en nosotros, como […?] el amor busca como su terreno de elección el terreno donde existe la libertad. Busca el amor.

Como nos lo muestra la experiencia […?] todas nuestras relaciones humanas se fundan en la reciprocidad del amor, el Amor no puede revelarse donde no haya amor. El fracaso de Dios, el fracaso de la Cruz, el fracaso de la Agonía […?] hasta el don de su vida, el fracaso de Dios es precisamente la más alta revelación, a la vez de quién es Él, el Amor que es solo Amor, y lo que nosotros debemos ser: Espíritu, es decir la pura interioridad, es decir independencia absoluta, valor universal.

Sin duda, no somos espíritu, pero debemos llegar a serlo, tenemos la inmensa y maravillosa vocación que hace de la vida humana lo más precioso que existe en el universo, lo capital; precisamente porque el Espíritu es una realidad que se sostiene sola, una realidad que es fuente, origen y fin.

Y ante la realidad que es fuente, origen y fin, Dios mismo expresa el respeto ilimitado que le es consustancial; y como él es solo Amor, no puede comunicar con nosotros sino por medio del Amor, y el Amor que es él fracasa necesariamente si no nos hacemos amor respondiendo al suyo.

Esa es pues nuestra vocación más misteriosa y profunda: hacernos espíritu, escapar a las esclavitudes del mundo exterior, superar el mundo exterior mismo en un signo y un sacramento de la eterna Presencia, movernos en toda realidad con una libertad soberana, estando ante todo totalmente liberados de nosotros mismos.

Vemos pues aquí de manera luminosa, que se unen la Revelación de Dios y la Revelación del Hombre. Claro está, lo repito y es importante subrayarlo continuamente, el universo espiritual que debemos ser, arrastrando toda la creación en la interiorización que la va a liberar, a coronar y a conferirle lo que san Pablo llama la Gloria de los hijos de Dios (Rm. 8:21). Todo eso es, claro está, un universo que no existe todavía, puede llegar a ser, está puesto en nuestras manos, y su sola existencia depende del grado mismo en que nos liberemos de nosotros mismos.

No olvidemos que justamente todo el universo de la fe es portador de esta realidad que aún no existe, para nosotros, la verdad que hemos de crear creándonos nosotros mismos.

La raíz de nuestra dignidad consiste precisamente en que debemos devenir una realidad inviolable, para Dios que nos revela nuestra inviolabilidad en el misterio de la Fe, y para los demás que solo pueden llevar nuestra dignidad en la suya propia, y para nosotros mismos.

No podemos pues penetrar en el secreto de las conciencias sino en estado de perfección radical. San Agustín lo entendió y lo expresó admirable y magníficamente: “Nosotros estamos fuera, somos extranjeros para nosotros mismos y solo podemos llegar hasta nosotros mismos estando totalmente abiertos a Dios.

[Pasaje incomprensible, texto interpretado: A esta apertura total a Dios se refiere la cuestión de nuestra inmortalidad y la de nuestra dignidad. Tenemos que hacer de nosotros mismos un valor universal que corona toda la creación en un acto de libertad]. Pero, si la Revelación en el Misterio de la Cruz, que es precisamente el centro de gravedad de la Revelación, no es la Revelación de nuestra inviolabilidad, todo se hace incomprensible en Dios y en nosotros, y en el universo.

El Evangelio es pues infinitamente cercano de nosotros, […?] nos revela a nosotros mismos y nos enseña cosas prodigiosas y magníficas que solo podemos descubrir en nuestra intimidad, estando en gracia, es decir en estado de luz, de transparencia, de despojamiento, de apertura, en una total adhesión a Dios.

Y si debemos permanecer en esa apertura para que dirija nuestra vida y sea exigencia constante de grandeza y universalidad, es que somos inviolables para nosotros mismos.

[…? Frase incomprensible] Si no somos fuente y origen, si aún no estamos liberados, si no podemos ser transparentes en Dios, es que aún tenemos en nosotros los orígenes, las prefabricaciones, todo lo que nos ata y nos hace depender del universo material, [?] y debemos transformarlo porque esa es nuestra vocación.

Para llegar hasta nosotros mismos, debemos devenir lo que estamos llamados a ser, devenir espíritu como Dios que es Espíritu, interiorizarnos, hacer silencio en nosotros, crear en nosotros el espacio ilimitado en que toda criatura tenga la revelación de su vocación eterna. “¿No sabéis, decía el Apóstol san Pablo, que vosotros sois el Templo de Dios, el Cuerpo de Cristo? (1 Co. 3:16; 12:27).

Ustedes están ahí como Templo de Dios y santuario de la divinidad.

Y esa es toda nuestra nobleza, toda nuestra grandeza y toda nuestra inviolabilidad. Si nuestra mirada cambia así bajo la luz de la Fe, bajo la luz de la llama de Amor, toda nuestra vida será transformada. Cuando estemos unidos a nosotros mismos y a los demás, así como a todo el universo, por un respeto ilimitado que nos permita descubrir de pronto a través de nosotros mismos y de los demás […?] el rostro adorable, el rostro crucificado, el rostro que debe resucitar hoy, […] y que viene a nuestro encuentro en el diálogo de Amor que es la respiración misma de nuestra libertad.