05/03/2014 – Consentir con nuestra vocación de hombre es hacerse más que uno mismo

Corto
artículo de Mauricio Zúndel escrito en Bex, cantón de Vaud, Suiza, en 1950. Inédito.

El humorista americano Mark Twain cuenta este chiste: era mellizo con su hermano y nadie lograba diferenciarlos. Uno de ellos se ahogó y él nunca pudo saber cuál de los dos había muerto. El chiste es realmente muy profundo.

Los hombres son intercambiables. Se puede remplazar el uno con otro, y uno no se da cuenta. nacen, crecen, se empujan para hacerse a un puesto que les permita vivir, mueren sin dejar rastro. El chiste de Mark Twain lo ilustra bien.

Durante la guerra, los hombres lejos del hogar se consolaban donde estaban. Sus esposas hacían lo mismo. Cada uno encontraba ternura para remplazar la antigua. Todos eran intercambiables pues no había “nadie”. Para existir, el hombre debe superar los instintos, los determinismos, los límites, y eso es un trabajo inmenso, sin término. Por el camino de los instintos, siguen sus determinismos, y no se crean ellos mismos. Ser hombre sería algo magnífico si uno quisiera crearse a sí mismo.

Cuando murió, san Francisco no era sino la sombra de sí mismo, porque estaba consumido de amor, era un Evangelio transparente, una cruz viviente. Ahí estaban sus hermanos rodeándolo, listos para llorarlo. Y san Francisco, sabiendo que va a morir, les hace cantar el Cántico del Sol. El sol, la luna, el fuego, la luz, las flores, las aves, eso era lo que amaba. Sabe que los va a encontrar porque los lleva en sí mismo. Y ahí está la hermana muerte. Le desea la bienvenida a la Hermana Muerte que lo va a introducir en la vida. Recoge cenizas, se cubre con ellas y se acuesta desnudo sobre la tierra para morir. Es de noche, y las golondrinas vienen a cantar para saludar por última vez a san Francisco.

Muere en la plenitud de la vida que él nunca dejó de cantar. Muere rodeado de sus discípulos, en apoteosis. No tiene nada que abandonar, todos sus bienes los lleva dentro, en su alma, en su corazón. Él permanece entre nosotros.

Tenemos siempre la tentación de creer que Dios es una tarea difícil, una virtud obligatoria. Y haciendo de él un programa, lo traicionamos. Sin él, somos nada, somos intercambiables.

Con su Presencia, el mundo cambia, se hace creador, surgimiento, descubrimiento maravilloso. Realizamos nuestra humanidad, nuestra libertad, y dejamos sobre la tierra una huella imborrable.

Solo tenemos que abandonar los no-valores, el yo-cero que a nadie le interesa. Acercarse a Dios es recogerse, escuchar. Somos una catedral viviente. En la medida en que escuchamos su Presencia, llevando el silencio en nosotros, proclamamos que el Hombre existe y comprenderemos la maravilla de nuestra condición. Entonces el hombre es más que sí mismo.

Cristo pide que seamos rostro humano, que consintamos con nuestra vocación de hombres. Entonces comprenderemos que, cuando el Hombre existe, es siempre más que él mismo.