01-04/01/2014 – La Virgen Madre

Texto
de Mauricio Zúndel (bajo el seudónimo de Hno. Benito), publicado en la revista literaria « Les Causeries » en mayo de 1926, Friburgo.

Para saber qué parte le corresponde a la mujer en la distribución de las actividades humanas, es necesario ante todo consultar sus aptitudes naturales. Es la evidencia que rehúsan los que comienzan por enumerar los privilegios del hombre, para proponerlos por extensión a la otra mitad del género humano.

¡Qué hermoso sueño, en verdad, hacerla semejante a él! ¿Cómo no ver que la tendencia viril de desarrollar una naturaleza sometida a otros destinos busca en realidad privar la especie humana de un inmenso tesoro de conocimientos, energías y sentimientos?

Esto podemos ponerlo fácilmente en evidencia, observando que los privilegios del hombre tienen deficiencias connaturales que solo pueden remediar las manos caritativas de la ayuda que Dios hizo surgir del misterioso sueño del Génesis.

Podemos darle fundamento suficiente demostrando que el conocimiento disuasivo en que sobresale el varón exige estimulación continua vivificada por el conocimiento instintivo en que la mujer se manifiesta superior – más brevemente: subrayando la interdependencia del razonamiento y la intuición.

Tal será nuestro primer tema. Consideraremos luego en qué condiciones es realmente fecunda la colaboración del conocimiento racional y del conocimiento instintivo.

Cuando el filósofo asigna como objeto a la razón la esencia de las realidades sensibles, pone en relieve como conviene su dignidad propia y su preeminencia sobre las facultades sensibles, pero al mismo tiempo permite comprender su inaptitud esencial para igualarse con la innumerable complejidad de todo lo concreto y móvil en el mundo, objeto de nuestras investigaciones.

En el alma las cosas inferiores tienen sin duda un modo de existir superior a aquél de que gozan en su ser natural. No es menos cierto que este ennobleci­miento se realiza a través de la noche oscura de la abstracción, mediante el despojamiento de lo singular: esa es la razón de ser de las cosas que mantenemos, pero no la manera, dada una sola vez, según la cual se encarna en lo concreto.

Por eso la especie de dura obligación del divino trabajo del metafísico y la constante necesidad de sostener la imaginación mediante imágenes materiales, paliativo ineficaz además. En efecto, apenas se ha formulado una comparación hay que renunciar a ella o limitar su importancia, por la distancia infinita entre la idea y la imagen. Así se renueva en el orden mismo del conocimiento el debate siempre abierto entre la carne y el espíritu.

Cómo extrañarse entonces de que ante la situación precaria hecha al especula­tivo, olvidando que solo Dios tiene en su ciencia creadora la visión exhaustiva de lo singular, muchos arrojan su inteligencia sobre la sombra opaca del fenómeno y pretenden, contra la naturaleza, hacerle encontrar su alimento en el campo que tienen como única misión de explorar los sentidos: procedimiento sacrílego que, para mejor aprehender el objeto renuncia sin darse cuenta al más excelente poder de conocimiento.

Fuera de las informaciones puramente descriptivas, ofrecidas por la considera­ción de las impresiones sensibles que están a la base del proceso racional, parece pues que la inteligencia humana no tiene ningún medio de entrar en contacto con lo que hay de único en todo ser sensible.

Sin embargo, podría ser que en este punto el corazón sea más clarividente que la razón. Lo que ésta no logra captar por sus propios medios, no está demostrado que, bajo el impulso de un apetito en más estrecha continuidad que ella misma con las realidades concretas, no pueda adquirir, no digo la clara percepción, sino un presentimiento inefable.

En efecto, conocimiento y amor no implican la misma relación con el objeto: aunque es verdad que la naturaleza del conocimiento requiere la fusión del objeto conocido y el sujeto conocedor, que la inteligencia en acto se despliega en el objeto mismo como la cuerda vibrante tocada por una mano delicada se hace melodía, esta identidad en el ser intencional no deja de estar condicionada por el modo inmaterial y discursivo de nuestro poder de conocer, como el tema musical, aunque brote fielmente del instrumento sonoro, toma de él el timbre particular y no fluye del mismo modo bajo los dedos del pianista o bajo el arco del que toca la viola.

Así la mente que conoce se identifica con todo pero a su manera y en cuanto le sea posible. Igualmente, en su concepto, el color es incoloro y el sabor es insípido.

No sucede lo mismo con el apetito el cual inclina hacia el bien no como existe según el ser intencional que tiene en el conocimiento, sino según el ser natural que posee en la realidad concreta.

Aquí ya no es necesario excluir lo singular. Puede ser, y es a menudo, la razón misma de la dilección que experimentamos. Y mientras más ardiente sea el amor, más íntima es la connaturalidad, así también adquieren valor los matices individuales: “El corazón tiene razones que la razón desconoce”.

Así el ardor del amor se hace capaz de brillar de nuevo sobre la inteligencia, y de ponerla en contacto con los imponderables que el discurso es incapaz de expresar: la mente se hace instinto bajo la misteriosa provocación del amor.

No es de extrañar que estos trastornos afectivos se realicen sobre todo en la actividad cerebral de la mujer. La tarea que debe asumir anormalmente se volvería imposible sin ese conocimiento connatural.

En efecto, ¿cómo revelarían a la madre los sonidos indistintos del hijito la naturaleza precisa de la necesidad que lo agita, si ella no sintiera en sí misma su resonancia simpática? Si se pone, por imposible, a desarrollar las sugestiones de una prudencia discursiva, eso basta para que perezca el bebé: ella tiene que percibir de inmediato la intervención oportuna, cuando se dan tales condiciones. Así puede actuar, mientras el hombre sigue reflexionando.

Igualmente más tarde, cuando el hijo, siguiendo su propio razonamiento, tenga una vida moral autónoma: el padre estará todavía clasificando sus observaciones mientras la madre habrá visto ya lo que se prepara: “Veamos, hijito, tienes algo” – “¡No, mamá, no tengo nada!” ¿Está mintiendo? ¿Ignorancia? Poco importa: ella sabe.

Advertida por los mínimos matices de alegría o de dolor, atenta a las más sutiles inflexiones de la voz y maravillosamente experta en seguir el lenguaje de los ojos, no necesita que se lo digan para entrar en las almas donde la hace vivir su ternura, como tampoco necesita erudición para saber todo lo que le importa legítimamente en el mundo visible o en el invisible.

Su vocación de madre es demasiado esencial, en efecto, como para no informar todas las tendencias de su ser. Llevará pues, hasta en las más altas especulaciones, el gusto de lo concreto, la visión del detalle, la afinidad con todo lo fluido, móvil y evanescente, indispensable a su función nutricia y educadora, como acabamos de verlo. Sin notas ni fichero de un dato experimental vivido, y como instantáneamente reunido, sus presentimientos harán surgir la luz. En lo sensible mismo ejerce la inteligencia mediante una especie de aprehensión de orden estético. Y en su mente se formará una visión del mundo llena de matices y flexibilidad, cálida y coloreada, temblando de vida y pasión.

Y el hombre que recoge metódicamente los materiales para inducir síntesis eternamente válidas, el hombre que extiende sobre los fenómenos móviles la armadura infrangible de principios inmutables, y escribe muchos libros y lee todavía más, el hombre cansado de las letras pequeñas que le queman los ojos, por la tarde, habiendo durante todo el día estado esclavo del papel, se relata mentalmente un mundo de carne y sangre, sintiendo que se embota su sensibilidad y se hace pesado el corazón, se vuelve hacia su mujer, fuente sellada, para que ella saque de su alma el agua viva donde se nutren las flores y se desalteran los corderos, el agua misteriosa en que se refleja la creación y donde nacen los ríos del paraíso.

En ese huerto sellado, el hombre busca su descanso. Escucha con fervor cosas que nunca han sido dichas: las palabras de la madre y de la niña, imprevistas, no escritas, espontáneas. Y las emociones frescas, y las súbitas lágrimas, y la sonrisa que se difunde gradualmente sobre las mejillas, como se deslizan los rayos del alba en los vitrales de las catedrales y todos esos esplendores genuinos lo llevan de nuevo a los días de inocencia, en que la tierra estaba todavía caliente con el aliento del Señor y la Sabiduría jugaba delante de Él:

Elevándose graciosa por encima de los ríos,
Rodeada, como en días de primavera,
De flores, de rosales y de lirios de los valles.

La Sabiduría cantaba a la gloria del Rey:

Extendí mis ramas como el terebinto,
Y mis ramas son ramas de gracia y de gloria;
Como la viña produje botones exquisitos
Y mis flores dan frutos de honor y de belleza.
Yo soy la madre del amor hermoso y del temor,
De la ciencia y de la santa esperanza.

¿No es eso justamente lo que evocaba Dante alabando a Beatriz, en esos dos sonetos que comenta en “Vita Nova”: “Tanto gentile” y “vede perfettamente omne salute.”?

Ve perfectamente toda salvación el que ve a mi dama entre las damas… Su aspecto hace humildes todas las cosas, y no solo parece agradable ella misma, sino que por ella todas reciben honor.

Muy lejos estamos aquí de los espasmos grandilocuentes del amor carnal. Entonces el verdadero amor busca su fuente en las regiones del espíritu. Complementaria del hombre en el plano físico, con miras a la procreación, la mujer lo es infinitamente más en el orden del conocimiento en el cual su visión estética enriquece maravillosamente la visión abstracta de la inteligencia masculina, haciéndola viva y coloreada.

De ahí viene el incontenible poder de su atracción, la impresión de misterio que invade el corazón del hombre en su presencia, y también el peligro de su frecuentación en el estado de naturaleza caída.

“No existe ciencia de lo individual”, dice un axioma de la Escuela: por eso la mente siente vértigo ante el flujo del devenir, si no la previenen sobre las exigencias irrevocables del ser.

Inclinada por su instinto hacia lo concreto, como acabamos de insinuarlo, la mujer participa en cierto modo en el misterio de lo singular: misterio infra-racional, inaccesible en su fondo a nuestra inteligencia la cual tiene por objeto el ser actual, misterio del no-ser que es pura potencia, de lo inacabado y de lo indefinido – nube imponderable e intocable, como la trama sutil de un haz luminoso en un cuarto oscuro – misterio que lleva la perturbación de la muerte – a menos de estar investido de lo alto por las claridades de la fe.

Así la mujer que es la madre de los vivientes puede ser también autor de su perdición: “Por una mujer comenzó el pecado” dice la Sabiduría.

Por su culpa morimos todos.
Estaba yo mirando por las rejas
en la ventana de mi casa.
Vi en medio de los insensatos
Observé entre los jóvenes un muchacho sin sentido.
Pasaba por la calle cerca de la habitación de una extranjera y se acercaba a su domicilio.
Era el crepúsculo, al final del día, en medio de la noche y la oscuridad
Y una mujer lo aborda
Vestida como cortesana y con disimulo en su corazón.
Es impetuosa e indomable
Sus pies no pueden quedarse en casa quietos
En la calle, en las plazas y en los cruces está al acecho.
Arponea al joven, lo besa, y sin vergüenza en la cara le dice:
“Debería ofrecer sacrificios de paz, hoy he cumplido mis votos.
Por eso salí a tu encuentro, para buscarte y encontrarte…”

¿Cómo resistir a esos labios temblorosos, cómo sacudir la fiebre que sube en él y lo enloquece, cómo escapar al vértigo del mundo alucinado, descompuesto y mórbido que descubre ahora en el abismo de esas pupilas?

A causa de ella comenzó el pecado. A causa de ella morimos todos.

De esa manera los dones hechos a la madre provocaron la perversión de la esposa, las consecuencias de la caída original, una de las más terribles.

Pero entonces, ¿qué hay de Beatriz?

Beatriz es aún posible. A veces la encontramos entre las hijas de los hombres. Beatriz es la mujer redimida por Cristo y configurada con la Virgen Madre.

Se necesitaba nada menos que este prodigio para restaurarla en su dignidad primera y enseñarle quién era ella: la Virgen Madre. Ahí, muchos solo han visto una leyenda ingenua o un escrúpulo estrecho de pureza física.

Incapaces de ir más allá de lo sensible, ¿cómo habrían podido percibir en la concepción milagrosa el dominio soberano del espíritu sobre la carne, y la revelación salvadora de exigencias por siglos ignoradas de la maternidad humana?

Ya habíamos olvidado quién era la mujer: cortesana o servidora, fabricante de esclavos o esclava, las civilizaciones antiguas no podían hacer mejor. Ahora lo sabemos: la mujer es la segunda Eva – la Madre de Cristo, la Virgen María – y también toda hija de hombre que, siendo madre, conserva la virginidad del espíritu y del corazón: cuando el hombre la encuentra siente que se marchita su deseo impuro.

Y sus ojos no se atreven a mirarla. Ella se va cuando escucha que la alaban, con benignidad, vestida de humildad, y parece algo venido del cielo a la tierra a manifestar un milagro.

De pie sobre sus rodillas, el hijo contempla en sus ojos los abismos de ternura de donde procede su vida, repitiendo después de ella el saludo del ángel a la Virgen.

Ahora sabemos lo que debe ser la mujer, conocemos su vocación: ser como la madre dolorosa que se apoya sobre la cruz de Su Hijo. Cubierta con su velo como una manta oscura, solo emergen sus manos implorantes por debajo de su rostro extenuado de compasión.

Sumergida en el misterio de justicia y amor. Parece querer esconderse detrás del cuerpo luminoso del Redentor, para que, antes que su dolor, aparezca el sufrimiento infinito:

La segunda Eva junto al segundo Adán, la madre de todos los redimidos, la Virgen Madre.

Dios te salve, María… Y mi corazón católico te repite la sagrada alabanza:

Huerto cerrado,

Fuente sellada,

Río del Paraíso.